Un nuevo episodio viene a dar tema a los coleccionistas de escándalos políticos. Se ha descubierto que la Cámara anticipaba las dietas a los diputados que debían enfrentar diversas emergencias. Los chilenos estamos felices con este escándalo: nos permite, una vez más, constatar que la política es una cosa muy sucia y, de paso, que nosotros somos seres ejemplares. Así, en vez de involucrarnos en ella, nos dedicamos generosamente a descuerar a esos malvados mientras tomamos un café con toda tranquilidad.
Seguramente nunca vamos a tener a un hijo gravemente enfermo, de modo que no se nos pasa por la mente pedir un anticipo de sueldo en la empresa que trabajamos. Y si nos encontramos con una mujer que de un día para otro se ha transformado en cabeza del hogar a causa de una separación, le diremos: "Me imagino que no pedirás ayuda en tu empresa, pues para eso hay instituciones financieras donde puedes pedir un crédito de consumo para hacer frente al tsunami que se te vino encima".
Afortunadamente para los indignados chilenos, se ha puesto fin a esta práctica reprobable, y ningún parlamentario tendrá ayuda de la corporación para enfrentar emergencias.
No niego que el asunto pueda haberse hecho de manera más prolija, por ejemplo, incluyendo reajustes en los anticipos o afinando los procedimientos contables. Pero de ahí a prohibir absolutamente la posibilidad de prestar una ayuda que proporcionan casi todos los buenos empleadores del país, me parece que hay una gran distancia. El hecho de que el Congreso no sea una empresa no implica excluir una dosis de humanidad en el trato a los parlamentarios afligidos por una necesidad. La solución de suspender cualquier ayuda deja tranquilos a los puristas, pero me parece poco razonable.
Es más, precisamente porque nos hallamos en una crisis política, tenemos que cuidar a nuestros diputados y senadores. Pero la forma de hacerlo no es aplicarles unos criterios estrictísimos cuyo incumplimiento los transforma automáticamente en seres corruptos. ¿Qué vamos a conseguir con esto? Que la gente decente, aburrida de que todo el mundo eche toneladas de basura sobre los políticos, termine abandonando la actividad pública.
Sin quererlo, los chilenos estamos impulsando a los mejores parlamentarios a dejar su actividad y cambiarla por una excelente oficina santiaguina, donde ganarán el doble sin necesidad de viajar a Valparaíso, tener que oír discursos aburridos, ir al distrito, sacrificar a la familia y no gozar ni siquiera de un fin de semana con cierta tranquilidad.
¿Qué conseguiremos? Que el Congreso y las municipalidades se llenen de gente a la que no le importa su prestigio moral. Es decir, que la política sea, finalmente, un coto reservado a los corruptos. Entonces lloraremos por Chile y añoraremos a nuestros parlamentarios de ahora, pero será un llanto injustificado: estaremos cosechando lo que hayamos sembrado.
Una característica del puritanismo actual es llenar a los políticos de exigencias, pero todas a posteriori. No se les dice lo que deben hacer en las circunstancias en que viven, sino que lo que hicieron está mal. Nadie, especialmente los parlamentarios, puede saber con certeza si lo que está haciendo no será considerado sumamente reprobable en el futuro.
Por supuesto que existe una ética política, que debe ser exigida, pero ella no puede quedar a merced de lo que dice Twitter o un fiscal más o menos inspirado. La justicia política incluye, en primer lugar, algunas cosas que jamás es lícito realizar. No son muchas, pero son importantes. Junto con ellas, hay cuestiones que podrían ser de una manera o de otra (como la vía de financiar las campañas políticas), pero que la ley ha decidido que sean de una forma y hay que respetarla. Además, están las costumbres, las interpretaciones de los organismos fiscalizadores y ciertos criterios de estética política. Así, no es lo mismo extorsionar a un adversario político que entregar una boleta sin el respaldo de un servicio efectivamente realizado, o pedir un anticipo de la dieta parlamentaria para enfrentar la enfermedad grave de un familiar. El problema del puritanismo es que mete todo en un mismo saco: trata la infracción a una interpretación del SII con la misma severidad con que juzgaría una traición a la Patria. No juzga el caso: aplica mecánicamente una regla. Paradójicamente, al ser incapaz de hacer las mínimas distinciones morales que permiten hacer justicia al caso, el hipermoralismo se revela como profundamente inmoral.