Quien fuera timonel del fútbol chileno, una empresa que mueve muchísimo dinero, viajó a colaborar con la justicia norteamericana en su investigación sobre la FIFA. No habría huido de la justicia chilena; no obstante que, según las versiones periodísticas, en el manejo de las platas de nuestro fútbol también se habrían cometido irregularidades que necesitan ser investigadas.
Jadue tampoco habría viajado para esconderse y escapar del FBI. Fue a su encuentro. Pudieron más la amenaza de sanción y los incentivos que le ofreció la justicia norteamericana. La justicia de allá anda tras los peces gordos; la de aquí, en este tema se quedó sin el principal. "Aquí estamos los que robamos poco" se leía en un rayado en la vieja cárcel de Santiago.
Aquí no operamos ofreciendo beneficios a los malhechores, eso sonaría feo, preferimos una tasa baja de eficacia y conservar intacta nuestra imagen de pureza.
La Ley de Libre Competencia, influida por modelos que vienen del mismo hemisferio norte, es entre nosotros una de las pocas que abiertamente permiten premiar a los delatores. Gracias a ello se han descubierto casos recientes. Antes fuimos más puros: no teníamos esos tratos y contemplábamos penas de cárcel en el discurso, porque nunca castigamos a ningún coludido con ellas. Ahora, el legislador vuelve indignado y severo a restablecer las penas de cárcel, pero sin tomar resguardos que aseguren que ello no frustrará las investigaciones de la Fiscalía Económica, cuyas atribuciones y capacidades de exigir colaboración difícilmente podrán enfrentar los estándares de un juicio penal eventual o cierto. Salvar esa eficacia investigativa no ha preocupado tanto al legislador como imponer severas penas. ¿Quién lograría un minuto de cuña televisiva hablando de semejantes cuestiones técnicas? El escenario de una ley drástica pero ineficiente dañaría a los consumidores, pero el riesgo de esa cuenta por pagar queda diluida en el tiempo y en el anonimato. Por ahora, la competencia es por quién dice palabras más severas y rotundas, de esas que sí caben en la tele y en las redes y cuyos autores suponen mejorará sus alicaídas imágenes.
No es distinto lo que pasa con la salud. El debate entre partidarios y detractores de concesionar hospitales se toma la platea. A nadie importa mucho que sin concesiones sean los mismos privados los que construyen y nadie pregunta o calcula mucho si el Estado desembolsa más o menos en una u otra alternativa. La evidencia relativa a costos y mantención tampoco centra la polémica, la que se sitúa en el plano más sencillo y testimonial de los principios. La discusión legislativa devino en cuánto y cómo aumentar el presupuesto de infraestructura para el próximo año, no importando mucho que la capacidad técnica de ejecutarlo esté tan debilitada que, en lo que va corrido de este, no se haya gastado más que un cuarto del presupuesto asignado. La mala negociación de contratos parece haber estado entre las principales causas del problema, al igual que en el Transantiago. Pero darse a la tarea de reforzar el profesionalismo del Estado para negociar contratos de infraestructura no tiene glosa, y abordarlo nunca será tan popular como poner primeras piedras.
Para qué pasar a la educación superior, donde el debate acerca del "paradigma" torna un tecnicismo despreciable preguntar por los efectos concretos que la política producirá en el acceso y calidad de la educación de los más pobres.
Si alguien está preocupado por que la crisis de credibilidad de las instituciones conlleve una posible amenaza futura de populismo, en una de esas no necesita mirar la lontananza.
No abogo por el reemplazo de la política por la técnica, sino por una política cuya ética consista en la medición de resultados concretos que beneficien a la gente. No hablo de cosismo, sino de políticas efectivamente transformadoras. En los libros de historia y en los recuerdos de las personas seguirán más presentes las obras de la política que sus discursos y testimonios.