La colusión de los papeleros, cuyos detalles revelan una urdiembre mafiosa, aumentará la desconfianza ciudadana. Dará para todo. Habrá quienes, sin velas en el entierro, pero en busca de simpatía popular, formularán enfáticas condenas y pedirán las penas del infierno; otros cuestionarán el mecanismo de la delación compensada. Habrá quienes aprovecharán para cuestionar el modelo.
Yo estoy entre los que me alegro. ¿De qué? La métrica de la corrupción tiene una paradoja: La percibimos cuando se descubre, y no cuando queda oculta. Nos indignamos cuando se constata, y no la atendemos cuando es más exitosa y logra permanecer en las sombras. Cabe alegrarse entonces de que los casos salgan a la luz; de que la Fiscalía Nacional Económica funcione y que su red resista los peces gordos.
Cuidado con las penas del infierno y con matar los mecanismos que incentivan la autodenuncia. Hoy se discute un buen proyecto de reforma incremental de la ley de libre competencia y de las facultades de la fiscalía. Las multas aumentadas y asociadas a las presuntas ganancias es un cambio necesario, pero las penas de cárcel deben revisarse bien, pues le pondrán al sistema una serie de cargas y complejidades procesales y hasta orgánicas que podría no resistir y tornarlo ineficaz si no se toman resguardos. Más vale tener sistemas regulares que funcionen que mecanismos puros y perfectos desde un punto de vista moral que carezcan de eficacia. Nuestra cultura de enjuiciar las leyes (Constitución incluida) por su lenguaje y no por sus efectos es un mal expandido del que padecemos y que va en aumento. La ética testimonial es mala consejera de las políticas eficaces.
Cabe alegrarse también de la indignación ciudadana. Las instituciones políticas y los controles de la actividad privada deben edificarse sobre la desconfianza. El problema que nos cruza no radica en ella, sino en el descrédito que se han ido ganando instituciones, autoridades, agentes económicos, y hasta sacerdotes. No nos quejemos de la desconfianza ciudadana. El desafío está en situarse a su altura, no en disminuir sus estándares.
Quienes aprovechen este caso para desacreditar el modelo tendrán que responder si quieren que el Estado se transforme en productor y comercializador de papel. Si no hay respuesta afirmativa a esa pregunta, lo criticable, en este caso, no es el modelo, sino las precisas reglas que nos hemos ido dando para regularlo. Quienes saben de corrupción sostienen que su caldo de cultivo se compone de monopolio, más discreción, menos transparencia. La pregunta para los partidarios del modelo es entonces si se ha hecho lo suficiente para fomentar la competencia, lo suficiente para incentivar nuevos competidores en el mercado, lo suficiente para vigilar los que tienen pocos oferentes; lo suficiente para bajar las barreras de entrada a negocios concentrados.
Quien investigue eso descubrirá varias malas leyes que son producto de una cierta captura de las autoridades públicas que hacen esas reglas. En esa transparencia necesaria, la institucionalidad política deja mucho que desear. Los más fervientes partidarios del modelo debieran ser los más entusiastas de someterlo a estrictas y eficaces regulaciones. No lo han sido.
Más que la hora de discursos condenatorios y plañideros de la pérdida de confianza, el episodio representa un buen incentivo para revisar prolijamente la manera en que regulamos y fiscalizamos los mercados que nos prometen estar compitiendo en beneficio de los consumidores. Una moral de resultados, la que debiera reinar en materia política, así lo aconseja.