El Gobierno puede dormir tranquilo por unos días: ha dado cumplimiento a una de las aspiraciones más sentidas de su programa. Ya sabemos cuáles son los próximos pasos para que la república tenga un traje nuevo, si bien el sastre constitucional no será este, sino el próximo Congreso.
La razón para el cambio constitucional no es, ciertamente, la demanda ciudadana. Según la última encuesta CEP, solo el 3% de los chilenos piensa que la reforma constitucional es uno de los principales problemas nacionales. Para colmo, en abril era un 5%, de modo que la tendencia es a la baja.
Tampoco se requiere una Constitución nueva para realizar los cambios que Chile supuestamente necesita. En apenas un año y medio, la Nueva Mayoría ha vuelto al país patas arriba sin mover una coma de la ley fundamental. Y si hubiese algún problema entre lo que se propone y lo que dice el texto constitucional, probablemente contará con las suficientes simpatías en el Tribunal Constitucional, que se las arreglará para que el Gobierno no sufra decepción alguna.
La razón que lleva a buscar una nueva Constitución es simbólica. Esto no es necesariamente malo. Los países no viven solo de presupuestos y de políticas públicas, sino también de sueños y mitos, pero hay que decirlo claramente desde el principio: se trata de una preocupación estrictamente simbólica. Y porque es simbólica, el Gobierno ha conseguido que toda la élite esté hablando del tema y, con el debido gasto publicitario, probablemente en unos meses más el cambio de Constitución sí figurará entre las primeras preocupaciones de la ciudadanía.
Con todo, la necesidad de satisfacción simbólica de la Nueva Mayoría no solo tiene que ver con que la Constitución actual provenga de una época que le trae muy malos recuerdos, que ni siquiera los cambios y la nueva firma que le puso el Presidente Lagos en 2005 fueron capaces de borrar. Hay otro punto que para el ala izquierda de la coalición gobernante tiene una enorme fuerza: el papel de los derechos sociales en el texto constitucional.
El constitucionalismo más clásico es muy sobrio; solo pone por escrito los derechos que es posible garantizar. Proclamar "derechos" que no cabe reclamar ante un juez de carne y hueso es un lirismo jurídico inaceptable en países como los Estados Unidos o Alemania, que tienen experiencias constitucionales exitosas. En cambio, se trata de un recurso muy utilizado en otros países, que son mirados con desprecio por los partidarios del criterio tradicional.
Para la Nueva Mayoría la tacañería de los constituyentes clásicos resulta inaceptable, lo mismo que la sonrisa que a usted y a mí nos produce el artículo 14 de la Constitución ecuatoriana, cuando asegura que "las personas y colectividades tienen derecho al acceso seguro y permanente a alimentos sanos, suficientes y nutritivos; preferentemente producidos a nivel local y en correspondencia con sus diversas identidades y tradiciones culturales". El próximo turista que se indigeste en Quito podrá demandar a Ecuador ante el Tribunal Penal Internacional.
Como todo lo ven bajo el prisma de los derechos, para ellos constituye una aspiración irrenunciable el hecho de que la norma básica de nuestra existencia republicana incluya nuestros anhelos sociales más sentidos y los presente como un derecho de los ciudadanos, de modo que ningún gobernante pueda estar tranquilo mientras no se hagan realidad.
Con todo, quizá la aspiración de la Nueva Mayoría no sea tan simbólica como parece, debido a un hecho inédito en la historia política nacional, cual es el activismo de los jueces. Nuestra izquierda sabe que, si logra conseguir un texto constitucional generoso en materia de derechos sociales, los jueces activistas se encargarán de poner en marcha políticas públicas encargadas de hacerlos efectivos. Así, por ejemplo, en Colombia los tribunales declararon que el sistema de salud no cumplía con los parámetros constitucionales y tuvieron la amabilidad de diseñar ellos mismos los principios políticos bajo los cuales debía organizarse. En Brasil no hay presupuesto de salud que resista, porque los jueces hacen y deshacen en la materia, obligando al Estado a incurrir en gastos no presupuestados.
Todo esto tiene, además, una ventaja para la izquierda, porque le garantiza que incluso en los períodos en que quede en la oposición los jueces se encargarán de mantener vivas las políticas que a ella le resultan más queridas. Como se ve, los ensueños de la izquierda son más pragmáticos de lo que podría pensarse.