Todo estaba perfectamente cuidado en el discurso de la Presidenta Bachelet del miércoles pasado, desde su elegante traje blanco hasta la sobria calidez del ambiente que la rodeaba. Pero había un factor que los asesores de imagen no podían controlar: la Michelle Bachelet que vimos allí podrá tener una cara igual a la de 2008 o 2009, pero claramente no es la misma, y basta con revisar un par de discursos antiguos en YouTube para constatarlo. La razón no hay que buscarla en causas médicas u otras explicaciones forzadas. La suya es simplemente la actitud de quien experimenta que el gran sueño de su vida parece estar fracasando.
El proyecto de la Nueva Mayoría tiene un carácter claramente reaccionario. Para ellos, la vieja Concertación fue la adaptación burguesa a un sistema pura y simplemente capitalista, que además fue heredado de un gobierno militar. La NM busca ir hacia atrás, beber de las aguas cristalinas de los movimientos de fines de los 60 y comienzos de los 70, aunque con medios democráticos y sin la glorificación de la violencia, que fue una de las notas de la izquierda de entonces.
En este proyecto refundacional y sesentero resultaba fundamental partir por el origen de todo, la educación, pues en las aulas se originan las desigualdades que luego terminan marcando a la sociedad. Y el símbolo elegido para mostrar esa pasión igualitaria fue la gratuidad universal. La derecha, como siempre, sacó calculadora, y mostró que era una política económicamente absurda y socialmente regresiva. No se dio cuenta de que la gratuidad y la reforma de la educación no se hacen por razones económicas, y ni siquiera por causas pedagógicas. Pero no se trata, en el proyecto de la Nueva Mayoría, de transformar cuanto antes a Chile en un país desarrollado (meta del gobierno de Piñera) o de hacer de los chilenos personas más cultas (meta que a nadie parece importarle), sino de alcanzar una sociedad donde no haya ninguna huella de mercado en la educación. La gratuidad es el símbolo de una sociedad completamente distinta y, como tal, se espera que no quede sujeto a pedestres intereses monetarios.
El problema para Bachelet es el porfiado principio de realidad. En los últimos meses ha experimentado que casi nada le resulta o, como dice ella, que "cada día puede ser peor". Esto vale para muchas cosas, pero especialmente para la educación. Las idas y venidas de las propuestas ministeriales no son una muestra de la ineptitud de ciertos funcionarios, sino simplemente de la imposibilidad de cuadrar el círculo en un país del tercer mundo al que le han hecho creer que, en pocos días, se transformará en Finlandia.
Bachelet no hizo todas esas promesas porque quisiera engañar a los chilenos para llegar al poder. La última elección estaba ganada desde el día en que aterrizó en Pudahuel. Ella anunció ese futuro porque creía firmemente que era bueno y posible. La Bachelet que vemos en estos días es simplemente una persona desconcertada que ve que la ilusión de su vida, aquello que explica que haya sacrificado una posición cómoda y lucida en Nueva York para venirse a Chile, el sueño que funda todo su actuar, se está viniendo abajo a pedazos. Y no por unos militares que bombardean La Moneda, como le sucedió en su juventud, sino porque los hechos son tan porfiados que, una vez más, se niegan a ser domesticados por la izquierda.
Ante tamaña frustración, Bachelet solo tiene tres caminos: el primero, pinchar la burbuja de la Nueva Mayoría y volver al estilo de la vieja Concertación. Eso sería hacerse la más profunda de las violencias, y parece poco probable que lo haga. El segundo, apretar el acelerador, exacerbar el conflicto y llenar el país de odio, para que de esa manera pase inadvertido su propio fracaso. Pero Bachelet, aunque equivocada, es patriota y demasiado buena persona como para utilizar métodos propios del kirchnerismo, y no parece que vaya a seguir por allí. La tercera es elegir la ambigüedad, mantener las señales confusas y dar a los chilenos una de cal y otra de arena, hasta que lleguemos al 11 de marzo de 2018. Es decir, lograr que el país no se hunda (para eso tiene a Valdés), pero seguir hasta el final en su empeño y tratar de pasar a la historia como la figura que dejó instalada en Chile la agenda social del siglo XXI. A juzgar por su último discurso, esa es la ruta que Michelle Bachelet ha elegido. No es buena para el país, pero guarda continuidad con una épica de izquierda que la Concertación había abandonado.