Los daños que este gobierno ha causado al país son incalculables. No se trata solo de que, cuando Bachelet termine su mandato, Chile habrá perdido su impulso emprendedor; la inversión estará en niveles muy bajos; tendremos varios miles de empleados públicos de más, y habremos desperdiciado la oportunidad de focalizar recursos para un genuino mejoramiento de la educación pública. Tampoco bastará, en esa cuenta quejumbrosa, con decir que no se tomó en serio el problema de La Araucanía y no tuvo la más remota idea de que sufríamos un mal gravísimo que se llama déficit poblacional.
Me temo que el problema es más grave: Bachelet ha contribuido a difundir en Chile una cultura de la irresponsabilidad, al menos en dos sentidos de esa expresión: de una parte porque, como se ha dicho muchas veces, no enfrenta los problemas; se rodea de asesores que le dicen que la baja de las encuestas se debe solo a una falla en la comunicación, y transforma la política en una cuestión de imágenes.
De otra parte, Bachelet refleja una cultura de la irresponsabilidad porque ha impulsado entre los chilenos una pérdida del sentido de la realidad, que lleva a confundir los ideales con los ensueños, y hace pensar que basta con tener una buena intención para que estemos dispensados de atender seriamente al modo en que se conseguirá ese objetivo. Cabe notar que en la última encuesta CEP Bachelet solo alcanza un 22% de aprobación; sin embargo, los mismos que reprueban su gobierno no dudan en darle un 42% de evaluación positiva a ME-O, cuyas propuestas son aún más extremas que las de Bachelet. Estos datos parecen mostrar que no se trata aquí simplemente de que cambie una persona, sino de promover un ambiente donde impere la racionalidad.
Pasada la borrachera de las promesas y las ilusiones, el país empieza a sentir los síntomas de la resaca. Pero no basta. Esas encuestas que muestran el desplome de Bachelet hacen ver que los chilenos no concluyen de allí que las cosas podrían ir mejor con un presidente DC o de centroderecha, pues sus posibles candidatos ostentan niveles de aprobación bastante modestos. Como nada hace pensar que este panorama vaya a cambiar sustancialmente de aquí a las elecciones de 2017, es necesario realizar un esfuerzo muy especial si se quiere que la Presidencia de la República quede en manos de las fuerzas sensatas de centroizquierda o centroderecha.
Me parece que la única posibilidad de crear un cambio de clima político que, con las correcciones del caso, vuelva a poner al país en la senda que transitó con la Concertación y Piñera reside en algo muy sencillo: hay que empezar a decirle al país la verdad, aunque sea dolorosa. Entiéndase bien, no estoy insinuando que Bachelet sea mentirosa, que no lo es. Sin embargo, la verdad resulta maltratada no solo cuando se miente, sino cuando se ignora la realidad, cuando se embarca al país en un viaje a la Utopía. Para hacerlo, no hay que esperar al último momento, sino que es necesario empezar desde ya a repetir, una y otra vez, que la tarea de recuperación será larga, difícil y muy sacrificada.
No se trata de proponerle al país una vuelta al pasado. El siguiente gobierno se encontrará ante cambios muy profundos, que habrán alterado nuestra forma de convivencia. Pero resulta imprescindible advertir al país, desde ya, que habrá que reformar las reformas, mejorarlas para que efectivamente conduzcan a favorecer a los más necesitados. Es necesario volver a hablar del valor del trabajo y del ahorro; de la necesidad de que se respete el principio de autoridad; de que no tendremos buenos ciudadanos ni bajará la delincuencia si nos dedicamos a demoler sistemáticamente a la familia; de que solo tiene sentido hablar de derechos en el marco de una cultura de la responsabilidad y la solidaridad.
Esta no puede ser tarea de un solo político: aparecería como una figura extravagante. Pero si son varios los que empiezan a hablar este lenguaje, y lo hacen de manera sostenida y desde ahora, entonces se empezará a difundir una cultura de la verdad, que constituirá un terreno donde los aventureros y los demagogos no podrán prosperar.
No basta simplemente con que una persona sensata gane la próxima elección presidencial por un puñado de votos más que el demagogo que tenga enfrente. Debe tener un apoyo muy amplio, porque si el enfermo no está dispuesto a ponerse a dieta no habrá receta capaz de mejorarlo. Y si el país no está dispuesto a darle ese apoyo, entonces podremos decir que tendremos el gobierno que nos merecemos.