La tierra obliga al Estado a volver a sus funciones más esenciales de asegurar subsistencia, servicios básicos, conectividad y orden público. La desgracia nos recuerda que la compasión y la solidaridad son impulsos vitales de la acción colectiva; pero que a las autoridades no les son demandados ni gestos ni discursos, sino acciones concretas; que se les mide por sus obras y sus logros, y se les enjuicia por la eficacia y la eficiencia en esas labores. La urgencia es su acicate.
La actividad y el diagnóstico requieren ir al unísono. Los daños deben ser catastrados y las necesidades de la gente, rigurosamente medidas, mientras se le escucha y se le atiende; esas necesidades deben ser priorizadas y los recursos, asignados gradualmente, luego de una prolija planificación que debe hacerse sobre la marcha.
Los medios de comunicación, aun a veces explotando sin pudor ni ética el dolor de la desgracia, colaboran a que no queden lugares invisibilizados.
Si las autoridades explican, la gente entiende que algunas cosas deberán esperar para que otras más urgentes se atiendan, aunque se indignará si percibe que los recursos se han mal utilizado o, peor aún, desviado.
La población que demanda, incluso la que pasa por duros aprietos, entiende de procesos y de plazos. Lo digo desde mi personal experiencia recorriendo pueblos devastados en el Norte Grande a horas de otro terremoto.
Ante las necesidades que genera la desgracia, el despliegue estatal exige de enorme coordinación entre sus muy diversas agencias, las unas centralizadas, las otras locales.
El centralismo del Estado volverá a ser puesto a prueba y cada servicio tendrá que entender que no es su sello ni sus metas de gestión lo que importa a la gente, sino la satisfacción de necesidades múltiples y complejas desplegadas en el territorio.
Los efectos de las medidas y políticas serán concretos y se medirán en la satisfacción de la gente.
Así es la política en los momentos de emergencia. Así lo demanda el país y por algún tiempo, sin distinción, todas sus autoridades entienden que el realismo exige buen diagnóstico, certero diseño, prolija ejecución y altos niveles de eficacia.
En la alerta y en la reacción de las primeras horas se aprecia que las agencias del Estado sacaron y aprendieron bien las lecciones de la tragedia del 27 de febrero. También la población.
Un terremoto y tsunami de esta magnitud pudo conllevar muchas más desgracias. El Gobierno se despliega y la Presidenta se muestra a cargo; un antídoto mucho más poderoso que cualquier desmentido frente a la frenética y envenenada ola de rumores que habían poblado el ambiente político.
Las diferencias políticas se desdibujan; los actores políticos vuelven a practicar la coordinación y la concordia, aunque las autoridades locales estarán prontas a vocear las demandas de sus vecinos, los parlamentarios a fiscalizar y a representar sus territorios, y la oposición a medir celosamente la acción gubernativa.
Así se transforma la política cuando se ve obligada a enfrentar emergencias; lo hace de un modo que no debiéramos olvidar del todo. Ya volveremos a la arena política más ordinaria, a sus cuestiones más abstractas, a aquellas en las que nos cuesta más diagnosticar los males y reconocer los mejores caminos; ya volveremos a sus necesarias diferencias y consiguientes reyertas. Es inevitable. Sin embargo, en una de esas, luego de la experiencia de servir a la gente tan concretamente, se vuelva con otros aires.