Ya se han cumplido cinco años desde que se fundara Vigno, la asociación de "vignadores" del carignan, este grupo de viñas que intenta -y con mucho éxito- darle prestigio a una cepa que por décadas apenas fue considerada como fuente de vinos finos.
Aunque existían parras de carignan en Chile (probablemente desde mediados del siglo XIX), recién fue plantado en forma masiva luego del terremoto de Chillán de 1939. Para ayudar a los viticultores de la zona, que tenían como cepa principal al país, el gobierno de la época decidió importar una uva productiva, pero que además aportara color, cuerpo y frescor al país. El carignan fue la elegida.
La imagen de cepa ruda, grandota, salvadora de la más débil país, es la que ha prevalecido hasta ahora y Vigno también la ha promovido. Entre las condiciones para que un carignan pertenezca al grupo está, por ejemplo, que debe haber sido criada al menos dos años en botella o madera antes de salir al mercado. Esto implica que cuando joven es demasiado salvaje.
Y sí. Puede ser. Uno de los grandes parámetros que han servido a los productores de carignan chileno para compararse ha sido el Priorato, en Cataluña. Esas cariñenas de montaña, recios y potentes, que se proyectan en la botella por años. Uno las puede beber jóvenes, pero con ese nivel de acidez, aguantan una década de envejecimiento sin problemas.
Hay que decirlo. Muchos de los mejores carignan de nuestro país corresponden a esa imagen. Vinos rudos, muy concentrados que sólo aceptan comida potente, de campo, tan rústica como ellos. Sin embargo, y tal como muchas otras cepas, el carignan no sólo tiene una cara. También están los ejemplos mucho más suaves y ligeros. Y de esos en Chile no hay muchos, pero sí existen y su número va creciendo.
El pionero en este camino ha sido Villalobos, el carignan de la zona de Lolol en Colchagua. Hecho de un viñedo salvaje (las parras se trepan entre los árboles y arbustos), Villalobos Reserva Viñedo Silvestre es la antítesis del carignan tipo chileno. Ligero, jugoso, de color pálido, es más bien un vino para beberlo fresco, junto a la piscina, que para descorcharlo al lado de la chimenea, acompañando lentejas con longaniza.
Villalobos es el más radical de los ejemplos. Pero, en menos escala, también hay otros que siguen ese estilo. Fillo es uno de ellos. De un viñedo plantado hace unos 70 años en la zona de Peumal, en Loncomilla, este vino no pasa por madera, y opta por mostrar a la cepa en su estado más frutal. Del mismo Peumal viene también Meli, otro de los pioneros en esta nueva forma de entender el carignan. Imposible dejar de beberlo, y por cierto que buen compañero de longanizas chillanescas, este es un jugo de frutillas, suave, refrescante, vivo, lleno de frescor. Caras nuevas para una cepa que ya se ha instalado en el panorama chileno.