El Gobierno organizó un cónclave para precisar la fórmula del realismo sin renuncia. La explicación de por qué se hacía necesario un punto de inflexión fue que había menos recursos fiscales para llevar a cabo, en los tiempos programados, las metas propuestas, lo que obligaba a reprogramar sin renunciar a los objetivos.
Si el problema eran los recursos, entonces el discurso base de ese cónclave debió ser dado por el ministro de Hacienda. Sobre la base material que él expusiera cabía entonces reflexionar acerca de lo posible y priorizar. Pero parece que esas condiciones materiales quedaron olvidadas, porque, según lo que ha trascendido, el ministro de Hacienda ni siquiera expuso en el cónclave.
Si no se puso atención en esas bases materiales, entonces ¿cuáles fueron las condiciones que obligaron a pasar a un segundo tiempo? ¿Por qué se necesitó de cambios ministeriales y de cónclaves?
Junto con los recursos financieros, el combustible de la política es la aprobación ciudadana. No hay estímulo más poderoso para un liderazgo ni engrudo mejor para una coalición política que la aprobación popular. Por el contrario, nada abate y desordena más que su pérdida. Ese principal combustible de la política es el que se ha gastado para la Nueva Mayoría y para el Gobierno, más rápida e intensamente que los recursos financieros. Precisamente por su capital importancia, no hay pregunta más acuciante para quien va perdiendo apoyo popular que entender por qué sucede aquello. Mientras no se sepa dónde está la fuga, no es posible detenerla, ni menos recuperar la popularidad perdida.
El realismo exige al Gobierno y a su coalición enfrentar esa pregunta, hacerse y compartir un diagnóstico acerca de las causas de su caída en el aprecio ciudadano. El debate está instalado, pero no es fácil hacer ese proceso, ni menos ventilarlo públicamente. Los diagnósticos tienden a derivar en recriminaciones que avivan las desconfianzas. Los diagnósticos atizan las diferencias de los congregados, de los que están por la retroexcavadora y de los que estamos por políticas social demócratas que corrijan el capitalismo, diferencias que luego deberán volver a conciliarse. Para mayor desgracia, el proceso debe hacerse mientras se gobierna. El único modo de limar las inevitables asperezas de ese proceso es el ejercicio de un liderazgo político valiente, abierto y conciliador; uno que, en los momentos más belicosos, recuerde que esta coalición de centroizquierda, que tan buenos gobiernos ha dado a Chile, nunca ha sido una tase de leche; que no hay en el horizonte una alternativa política viable a ella que garantice gobernabilidad, estabilidad y progreso; tendrá que ser un liderazgo que recuerde la existencia de un electorado no despreciable que se ha identificado con gobiernos realizadores de centroizquierda, y que, si se disuelve esa alianza, ninguna de sus partes tiene proyecciones de constituir mayoría.
Cierto que es riesgoso hacer y compartir diagnósticos. Solo que lo es más hacerse el loco; suponer que no pasa nada, que solo ha habido algunos ripios comunicacionales y que la popularidad es asunto veleidoso que vuelve como se va, por azar y sin mayores razones.
Los gobiernos recuperan popularidad cuando son realizadores. Son otras las esferas en que se premian discursos o testimonios. Para volver a ser realizador se necesita volver a reunir propósitos, negociar, convencidos de que los unos no tendrán el poder suficiente para someter a los otros.
Habrá que sostener más cónclaves. Algunos reservados, otros públicos, pues parece llegada la hora de entender a cabalidad, y entre todos, donde están las razones de la fuga de popularidad que afecta al Gobierno. Sin ese ejercicio de realismo, me temo que la popularidad seguirá escapándose de las manos, con las diluyentes consecuencias para quienes la padecen.