El Colegio de Profesores ya cumple casi un mes en paro. Y la educación pública -o mejor aún, municipalizada- se devalúa día a día. Y las familias, las más pobres, que sin opción han confiado a ella sus hijos, están padeciendo un grave perjuicio ¿Quién es el responsable de esto?
Si la forma que los profesores han elegido para promover su punto de vista es legítima, entonces ellos no son responsables de ese desastre. Pero si la paralización que llevan adelante no goza de legitimidad, entonces ellos son los responsables.
La pregunta entonces es obvia: ¿es legítimo o no el paro de los profesores?
Una democracia debe, por supuesto, admitir la protesta. La protesta es la manera que tiene la ciudadanía, especialmente las minorías que no alcanzan la representación política, de criticar a la autoridad y hacer presente sus puntos de vista. Mirada así, la protesta es indispensable en el funcionamiento de una sociedad abierta. Sin ella la crítica menguaría, el poder arriesgaría el peligro de no experimentar límites y los grupos sociales minoritarios o débiles estarían condenados al silencio.
Si además la voluntad de protestar ha sido acordada por la mayoría de un grupo luego de una deliberación racional -es decir, si la protesta no es una simple reacción emocional o carnavalesca-, entonces la legitimidad es todavía más vigorosa.
Desgraciadamente, el Colegio de Profesores no está ejerciendo el derecho a la protesta: está ejecutando algo parecido a una extorsión.
La protesta consiste en hacer valer un punto de vista crítico de la autoridad o de alguna política pública, mediante diversas formas expresivas. Constituye, en esencia, una forma de ejercer la libertad de expresión, uno de los derechos fundamentales de cualquier sociedad. Pero entre esas formas expresivas no se encuentra el sacrificio flagrante e intenso de los derechos de terceros. Nadie puede protestar o efectuar críticas a la autoridad sacrificando para ello los intereses primordiales de un tercero que no consintió. Todos comprenden la valentía que subyace a la desobediencia civil, porque en ella el desobediente -él, no un tercero- arriesga una pena o sanción por desacatar una regla. Es también fácil comprender el sacrificio propio -como el que se ejecuta en una huelga de hambre- para hacer presente intereses que, de otra forma, serían olvidados. Más fácil todavía es entender la objeción de conciencia, la decisión de ser fiel a sí mismo aun al precio de incumplir la ley.
Pero, ¿qué legitimidad puede esgrimir la decisión de lesionar los derechos de miles de niños, ya suficientemente desaventajados, no para hacer presente un punto de vista, sino para imponerlo?
Ninguna.
Los profesores están confundiendo la legitimidad de sus puntos de vista con la legitimidad de los medios con que los promueven. Una cosa es tener razones en favor de una decisión, otra es creer que cualquier acto para imponerla es correcta. Una cosa es tener intereses legítimos que promover, otra es promoverlos sacrificando el interés de terceros. Una cosa es no estar de acuerdo con un proyecto de ley, otra creer que él debe contar con la anuencia de los afectados para poder tramitarse. Una cosa es discrepar del ministro Eyzaguirre, otra es extorsionarlo con los alumnos para torcer su voluntad. Una cosa es creer que las organizaciones sociales tienen derecho a plantear sus puntos de vista, otra cosa es creer que tienen el derecho de imponerse al Congreso y al Gobierno.
El derecho a la protesta casi siempre supone -inevitablemente- afectar la vida cotidiana de terceros. Pero se trata de consecuencias que no se esgrimen ni persiguen, y los intereses que se afectan son casi siempre triviales. Quienes convocan a una marcha entorpecen el tránsito, pero no pretenden poner a la autoridad en la disyuntiva de aceptar sus pretensiones o sacrificar el derecho de terceros a transitar libremente. Los profesores, en cambio, han expresado una voluntad inequívoca: o se retira el proyecto de ley que juzgan injusto o los alumnos no recibirán clases.
Eso no es una protesta: parece extorsión.