Siempre creí que cuando alguien dice o piensa la frase: "En mis tiempos era mejor", se dirige a velocidad de rayo hacia el corazón de un mundo anquilosado. El músico argentino Luis Alberto Spinetta cantaba: "Aunque me fuercen yo nunca voy a decir/ que todo el tiempo por pasado fue mejor, mañana es mejor". No coincido con ese optimismo cándido, un poco demagógico, quizá porque conozco a demasiada gente cuya existencia, de un minuto para otro, se ha transformado en una sala de torturas (a veces la vida es puro lado B, mejor saberlo), pero podría coincidir plenamente con aquello de que jamás me obligarán a declamar que todo tiempo pasado fue mejor. Por eso es difícil escribir esta columna: porque resulta, por momentos, contradictoria. Será que contengo multitudes, como decía Whitman, solo que, como escribió el argentino Pedro Mairal, yo no lo digo orgullosa, sino pidiendo ayuda.
Resulta que fui a ver Mad Max, furia en el camino, la última de la saga. Es una película que podría definirse como de ciencia ficción (al filósofo Pablo Capanna le preguntaron qué era lo que hacía que una obra perteneciera a ese género y él respondió: "El criterio de los editores"). Estuve expuesta a chorros de ciencia ficción -o algo que yo definiría como tal- desde chica. Tenía -y tengo- una colección de libros de editorial Minotauro, con títulos como Crónicas marcianas, de Ray Bradbury; Soy leyenda, de Richard Matheson; Crash, de J.G. Ballard; etcétera. Era -y soy- fanática de la novela gráfica El eternauta, del argentino Héctor G. Oesterheld, en la que Buenos Aires sucumbe bajo una nevada venenosa, es invadida por alienígenas y defendida por un hombre común nada común, Juan Salvo. Para ir al punto, la ciencia ficción en el cine me produjo algunas de las emociones más intensas de mi vida como espectadora. Debo haber visto decenas de veces Brazil, de Terry Gilliam, con su carga de amargura, desesperación, asfixia y paranoia (un error de tipeo sume al protagonista en un infierno burocrático, lo pone de cara a una realidad que ignoraba y lo transforma en un héroe trágico, involuntario). La escena (casi) final de Blade runner -el replicante salvando a Harrison Ford de caer al vacío después de decirle: "Es toda una experiencia vivir con miedo, ¿verdad? Eso es lo que significa ser esclavo"- me destroza el corazón. Y la hermosa y pequeña Gattaca, con una trama que es a la vez tragedia griega y relato sobre la dictadura del horrible azar, me hechiza por su elegancia estética, su austeridad, y porque todo lo que cuenta podría suceder y quizá sucede. Todas esas películas son grandes, más allá del género al que pertenecen, porque no consisten en un vacuo festín de efectos especiales, sino que hablan de la muerte, de la ciencia como castigo, de la crueldad humana, del amor como catástrofe. Claro que hay otras, también estupendas -El vengador del futuro, Matrix, Terminator-, que, sin dejar huella tan honda, son máquinas narrativas perfectas y devienen, a veces, en íconos de una generación.
Cuando fui a ver Mad Max, furia en el camino no esperaba ni una cosa ni la otra: solo ver una buena película. Pero salí del cine sintiendo el peso del desencanto mientras aquella frase -"en mis tiempos era mejor"- se retorcía como una lombriz vergonzante en algún pliegue del cerebro. Podría decirse que la película cuenta la historia de un mundo en el que casi no hay agua, donde un tirano gobierna de manera despótica un espacio de tierra ínfimo, sometiendo a una multitud, aturdida por la sed, a un suministro caprichoso de líquido y alimentos. Pero el argumento, en verdad, puede resumirse así: primero van todos en auto peleándose para allá y, al rato, vuelven todos en los mismos autos peleándose para acá. El elenco parece la troupe del Cirque du Soleil, solo que después de un encuentro desafortunado con mil litros de ácido muriático. Es una película plagada de problemas dermatológicos, fallas mecánicas, y nada más.
Salí del cine con la sensación de haber presenciado una carrera de Fórmula 1 infinita con algunos episodios cutáneos que no tienen nada que envidiarle al paisaje que reina en cualquier hospital de quemados. Al llegar a casa encendí el televisor y me enteré de que habían reelegido a Joseph Blatter en su trono de la FIFA. Después de días en los que las noticias no habían hecho otra cosa que hablar de un escándalo por sobornos de 150 millones de dólares que involucraba a dirigentes de ese organismo, el hombre que lo había presidido por 17 años era reelegido por cuatro más y lo celebraba con gritos de salvaje urbi et orbi. Más tarde renunció, y todo lo que ya saben. Pero el hecho no deja de parecerme asombroso: en un congreso aparentemente legal, televisado para todo el planeta, cientos de hombres reeligieron al presidente de un organismo sospechoso de corrupción como quien dice: "Vamos a votar por él, porque bajo su ley podemos vivir de la forma en que nos gusta hacerlo", y lo hicieron sin esconderse, con desenvoltura, vestidos de traje y ante los ojos del mundo. Me pareció un escándalo tan evidente que no entendí cómo no se los llevaron presos a todos en ese mismo instante. Por obvios, por impunes, por desembozados.
De pie ante el televisor, con mi apetito por una buena pieza de ciencia ficción insatisfecho y clamando desde el fondo de mi ADN, mientras escuchaba a Blatter gritar como un marrano eufórico, sentí que estaba viendo una de esas películas del tipo de Los juegos del hambre, en las que los habitantes de un mundo siniestro se deleitan contemplando un juego sádico por televisión, donde la voracidad de perros rabiosos con que lo consumen dice mucho más de ellos que del juego en sí.