El otro día alguien me preguntó cómo se le ocurren las columnas a un columnista. No sé qué respondí, pero toda respuesta a esa pregunta es falsa. Uno no puede explorar una idea y, al mismo tiempo, preguntarse "¿cómo se me está ocurriendo lo que se me está ocurriendo?". Pensaba en eso hace un rato, mientras caminaba por Bogotá tratando de encontrar un tema para esta columna. Primero pensé en escribir algo bajo el título "De cómo mi vida, tal como la conocía, ya no existe", centrado en un penoso incidente barrial que afectó mi trabajo, y en cómo la burocracia, estatal y privada, puede alterar la vida de una persona. Entonces pasé por un kiosco, vi un titular que anunciaba que pronto habría aviones sin piloto (a raíz de lo que sucedió con aquel alemán que se estrelló adrede sobre los Alpes), y pensé en escribir acerca de la manía de pretender controlarlo todo pero entré a unas cabinas telefónicas, llamé a Buenos Aires, el hombre con quien vivo me dijo, al escuchar mi idea, "¿cuál es el problema de querer tener
control sobre la vida? Nadie se quiere morir", y salí de allí con preguntas acerca del control, la vida, la muerte y la pertinencia de contar ideas cuando aún no están maduras. A dos cuadras me topé con un restaurante -Bellini´s- en el que Pilar Reyes, editora de Alfaguara, me propuso hace años publicar un libro en Colombia, y me llené de nostalgia porque ella ya no vive en Bogotá y cada vez que estoy en la ciudad la extraño mucho. Poco más adelante, frente a las puertas de un bar llamado La Rola, me quedé escuchando una canción de Maná -su épica desaforada y eficaz-, y pensé en escribir algo sobre la nostalgia y los amigos lejanos -que terminan por ser los más cercanos de todos- y entonces, no sé por qué, se me apareció el rostro de Gastón Gaudio. Gastón Gaudio es un tenista ya retirado que ganó el torneo de Roland Garros en 2004 y se transformó, así, en el tercer argentino en obtener un Grand Slam (hablo como si supiera: busqué ese último dato en internet). O sea: pertenece a un círculo ínfimo de gente que hizo lo que hicieron pocos. Gaudio era famoso por aullar, mientras jugaba, cosas como "¡Por qué no me voy y dejo de hacer papelones acá adentro!" o "¡Qué mal que la estoy pasando!". Yo no sé nada de tenis, pero me deleitaba esa capacidad suya para hacer berrinches en público y la gracia, entre triste y resignada, con la que se enfrentaba después a los periodistas que le preguntaban por el asunto. En la segunda semana de abril de este año, mientras viajaba en auto por la provincia de Buenos Aires, escuché a Gastón Gaudio en un programa de radio llamado Tarde de perros. Hablaba de lo que le había sucedido después de retirarse. Decía que se había deprimido profundamente, que había perdido el gusto por las cosas y que desde entonces todo le parecía aburrido y sin sabor: "No puedo dejar de pensar que lo mejor que me iba a pasar en la vida ya me pasó". El conductor del programa, Andy Kusnetzoff, intentando contrarrestar esa amargura le dijo que él, en su lugar, se sentiría agradecido por haber tenido el privilegio de estar en un sitio en el que el 99,9 por ciento de la gente no podrá estar nunca: "Vos tenés que pensar 'qué bueno que lo pude vivir', porque eso no te lo quita nadie", dijo Kusnetzoff y Gaudio no dijo nada. Quizá porque lo que había que decir era difícil. Para poder reconfortarse sintiéndose agradecido por una gloria que ya pasó -y que no va a volver- hay que empezar por no ser una máquina humana de alto rendimiento dispuesta a aplastar al adversario, hay que empezar por no tener hambre de victoria, hay que empezar por no ser un guerrero, por no salir al ruedo a matar, por no querer imponer supremacía. Hay que empezar, en fin, por no ser Gastón Gaudio. Una vez que uno ha sido eso -una máquina de aniquilación- el vacío que sobreviene al deponer las armas es, necesariamente, enorme. Hay un pensamiento que me obsesiona y al que vuelvo cada vez que un gran deportista o un gran bailarín anuncia su retiro porque el cuerpo no les da más: ¿cómo será saber que uno ha alcanzado el punto máximo cuando quedan aún, por delante, décadas por vivir? ¿Quién puede aceptar que lo mejor de la vida ya pasó, que no habrá otros picos como esos? ¿Qué hace falta para encajar ese golpe: resignación, sabiduría, no hacerse preguntas? En los años 90, Mario Vargas Llosa le dijo a Paris Review: "Me rehúso a admitir la posibilidad de que mis mejores años quedaron atrás, y no lo admitiría incluso si me enfrentaran con la evidencia". Don Draper, protagonista de Mad Men, una serie que no miro, dijo famosamente: "¿Qué es la felicidad? El instante previo a querer más felicidad". Esa insatisfacción voraz parece ser el combustible que algunos necesitan para no hundirse en una existencia de tibieza amniótica y confortable, pero absurda. Siempre creí que, en un mundo justo, la jubilación no sería necesaria. Si cada quien pudiera hacer lo que le diera dicha, la jubilación dejaría de tener sentido. ¿Quién querría abandonar lo que más le gusta 30 años antes de morirse? Por eso no entiendo, por ejemplo, a escritores como Alice Munro o Philip Roth que anunciaron hace rato, y como si se tratara de un alivio, que dejarían de escribir. ¿Un escritor es un escritor solo cuando -o porque- escribe? ¿Qué hace un escritor con todo lo que lleva en la cabeza, con su imaginación, su infierno privado, su felicidad? ¿Qué hace con lo que piensa mientras mira por la ventana, camina por la ciudad, viaja en avión, lee un libro, se topa con unos versos que lo dejan sangrando? ¿En qué tumba entierra todo eso? Y, sobre todo, ¿por qué? En todas esas cosas pensaba mientras caminaba por Bogotá y empezaba a llover y regresaba al hotel y, poco después, empezaba a escribir estas líneas.