Es extraño que nadie lo practique si todos lo recomiendan como la fórmula para salir de la crisis de confianza política en la que nos hallamos. La explicación, supongo, es porque aún no sinceramos lo que queremos decir cuando hablamos de sinceramiento. El asunto puede ser más sencillo que esta enrevesada frase.
Desde luego, es mejor no denominar "sinceramiento" a aquellas declaraciones genéricas que involucran a todos quienes han hecho campaña, seguidas de unas igualmente desabridas disculpas; pues esas más parecen manotazos de quien trata de sacarse un incómodo problema de encima que actos de sinceramiento. Tampoco debiéramos usar la expresión para referirnos a aquellas explicaciones que se verifican una vez que las pruebas acusatorias saltan a la vista y ya no queda otra escapatoria. Las expresiones de haber recibido platas pero conservado la libertad del juicio político son actos de agónica autodefensa que tratan, con poca eficacia, de rescatar algo del prestigio público que se esfuma a raudales cuando la verdad ya ha asomado. Ni los unos ni los otros serán los actos capaces de empezar a devolver la perdida confianza en la que se sostienen las instituciones políticas.
La recepción de dineros privados para la actividad política representa un problema no per se , sino por el riesgo de captura de la decisión política en favor de los intereses del aportante. "Ese está vendido", dice la gente, y explica así las decisiones que alguien toma y que no merecen credibilidad alguna. Para evitar "políticos vendidos", los sistemas jurídicos típicamente prohíben o limitan el monto y períodos de los aportes privados a las campañas, exigen transparentarlos o los ocultan si confían en que el receptor no llegue a conocerlos, y obligan también a este a inhabilitarse en los debates y decisiones en los que están en juego los intereses del aportante.
Esas son las soluciones a futuro; esa es la legislación que urge comenzar a debatir y a aprobar bien y luego, para que ya rija en las próximas elecciones municipales y no se siga desgranando este choclo. ¿Y para el pasado? Para el pasado, dice el coro, es necesario "el sinceramiento". Pero, ¿qué sería eso y por qué no se verifica si todos lo prescriben como el remedio?
Si el problema de los aportes es la captura de la decisión, el sinceramiento no puede consistir en otra cosa que en la confesión de lo aportado y de lo recibido, seguido de la inhabilitación del receptor de participar en todo asunto que interese al aportante.
Los requisitos de esta operación dan luces de por qué no ha ocurrido y es improbable que ocurra: Primero, para recuperar la confianza ciudadana tendría que tratarse de actos libres y espontáneos, previos a que otro los denuncie. Segundo, son inevitablemente actos de personas y no de instituciones. Ni la Cámara, ni el Senado, ni La Moneda tienen nada que sincerar. Son personas de carne y hueso las que dieron y las que recibieron. Los recaudadores y operadores también saben, pero no son los dueños de este problema y no debieran hablar, salvo en tribunales. Tercero, el sinceramiento no es ni puede consistir en una frase genérica, sino en una verdad detallada, en la que se confiesen montos, orígenes y fechas de los aportes. Cuarto, a pesar de ser actos individuales, nadie saldrá a hacerlos espontáneamente. Se necesitan formas institucionales que lo provoquen, recojan y regulen sus efectos. Las formas son un lugar y un tiempo para hacerlas válidamente. El efecto de hacerlas debe ser la inhabilidad posterior en asuntos que interesen al aportante; la de no hacerlas debe ser una sanción fuerte y disuasiva si llegan a descubrirse aportes no sincerados.
Ese, de paso, es el acuerdo político posible para darle un cauce alternativo al goteo que desangra las instituciones en las que descansa la democracia.
¿Duro? Sí, y por ello improbable; pero, en una de esas, si calculamos bien los costos de no hacerlo y el miedo nos dota del coraje que necesitamos, tal vez la buena fórmula sea el duro sinceramiento.