Cuando era chica, solía leer una historieta, La pequeña Lulú, que la editorial mexicana Novaro publicaba traducida del inglés a un español incierto que, en todo caso, no era el que yo hablaba en la Argentina. Los personajes no tomaban fresco, sino "el fresco", no decían "van a venir a buscar a mi papá", sino "vendrán por mi papá". Los ladrones eran "maleantes", los chicos lindos eran "guapos", y cuando se enfrentaban a un lío no decían "qué lío" sino "vaya problema". No se hacían los tontos: hacían "el tonto". Cuando fui más grande -digamos, 12 años-, leí por primera vez a Dostoievski, traducido a un español raro por la, también mexicana, editorial Porrúa: "A las siete del día siguiente, Razumikhin despertose preocupado y lleno de ansiedad. Sintiose invadido por inquietudes imprevistas...". En libros como ese, la gente no se quitaba el abrigo y la campera, sino el gabán y la chaqueta, no "la miraba", sino que "le miraba" (de paso, uno descubría palabras como "impío", o se enteraba de que una persona podía ser "víctima de una filípica"). En la edición que tengo del Lazarillo de Tormes, que leí en el colegio secundario, mi letra manuscrita suma información a las notas al pie que, de por sí, comentan este párrafo demoníaco: "Da manera que, continuando la posada y conversación, mi madre vino a darme un negrito muy bonito, el cual yo brincaba y ayudaba a recalentar. Y acuérdome que, estando el negro de mi padrastro trabajando con el moçuelo, como el niño vía a mi madre y a mi blancos y a él no, huía de él con miedo para mi madre, y, señalando con el dedo, decía: '¡Madre, coco!'". Ya bien entrada la adolescencia leí, en traducciones de Anagrama o Tusquets, a autores que todavía hoy están entre mis favoritos, sorteando jerga madrileña y barcelonesa que -sin entrar a discutir criterios estéticos- no me impidió comprender la trama, ni decidir si lo que estaba leyendo me gustaba o no. Todas esas lecturas las hice entre mi infancia y mi primera adolescencia. No recuerdo que un giro idiomático o una palabra ajena a mi repertorio me hicieran abandonar un libro o una revista al grito de "¡No entiendo nada!". Eran épocas en las que no estaba entre nosotros doctor Google, ni existía un diccionario panamericano de dudas. Había los tres tomos de la enciclopedia Espasa y la ayuda bienintencionada de los padres que, de todos modos, no siempre resultaba exitosa a la hora de resolver expresiones enigmáticas. Una frase que ahora cualquiera entendería, como "hacer la colada", en esos años debía descifrarse por contexto, relacionándola con el dibujo o la acción. Pero se convivía en paz con la intriga y la duda, y el momento en que un cacahuete se transformaba en un maní, o un aguacate en una palta, era epifánico: uno sentía que avanzaba diez casilleros en eso que llamaban "comprensión lectora".
No creo que las personas que nos iniciamos en la lectura por entonces fuéramos más astutas que las de generaciones posteriores. En verdad, los diferentes registros de nuestra lengua -un idioma diverso que hablamos millones de personas en un territorio inmenso y con el cual, sin embargo, nos entendemos todos- deberían ser mejor comprendidos ahora, por gente habituada a lidiar con series televisivas dobladas en Centroamérica y redes sociales que mezclan nacionalidades en alegre montón. Pero parece que los periodistas tenemos serias dudas al respecto.
Me usaré como ejemplo odioso, aunque supongo que les sucede a muchos. Nací y vivo en la Argentina, y no he hablado jamás de tú. Hablar de tú sería, en mi caso, una impostación, una fantochada. Sin embargo, en la mayor parte de las entrevistas que me han hecho fuera de mi país, para medios gráficos de habla hispana, salgo hablando de tú. Si digo: "Cuando te metés en un lío, tenés que saber salir", en la revista o periódico aparezco diciendo: "Cuando te metes en un problema, tienes que saber salir de él". Ya lo sabemos: toda entrevista pasa por un proceso de edición. Todos hablamos de manera confusa, y ese discurso, desprolijo y errático, al ser trasladado a la escritura debe organizarse sin perder la esencia: la forma en que una persona usa el idioma refleja no solo su nacionalidad, sino también su contexto social, cultural, político. Pero, si está claro que todos podemos entender lo que dicen Café Tacuba o Calle 13, y hasta mirar Amores perros sin subtítulos, ¿por qué, cuando digo: "Vas, mirás, volvés y contás", un colega traduce: "Vas, miras, vuelves y cuentas"? Aunque me produce infinita vergüenza descubrirme hablando como no hablo, me pregunto si, dejando de lado mi vanidad imbécil, el asunto es grave. Y me respondo que quizá sí, porque detrás de esa traducción innecesaria subyace una idea peligrosa: la idea de que, si no se "corrige" a quien habla, los lectores no van a entender. Nunca, como ahora, el periodismo estuvo tan preocupado por lo que piensan y opinan sus lectores, al punto de que hemos inventado para ellos toda una categoría demagógica: el periodismo ciudadano. Pero si no podemos soportar la idea de un lector inteligente, al que no hace falta traducirle la realidad como si fuera un ser sin criterio ni cultura; si no soportamos, en pleno siglo hiperconectado y cosmopolita, la idea de un lector al que no hace falta explicarle que hay un español que se expresa con palabras como "vos", "contame" o "vení", ¿no le estamos diciendo, sin decirlo, que lo consideramos un poco idiota?