Los empresarios ligados al grupo Penta quedaron en prisión preventiva, aunque han apelado. Esa privación de libertad era previsible: se les imputa haber llevado a cabo actos graves, el público pide sangre, y parece necesario dar una señal clara a la sociedad. Pero, ¿es una medida justa? La respuesta es menos sencilla de lo que suponen algunos jueces y parte del público. Además, lejos de ser un asunto que interese solo a los abogados, tiene que ver con las bases mismas de nuestra vida republicana.
En efecto, todos conocemos la importancia de la presunción de inocencia. Nadie nos puede meter en la cárcel a menos que se acredite por sentencia judicial que somos culpables de un delito que merezca privación de libertad. Hasta ahí no hay problemas. Sin embargo, nos damos cuenta de que existen excepciones, casos en que hay que tomar ciertos resguardos. Para eso existe la prisión preventiva, que es legítima, como dice la Constitución, cuando resulta necesaria para las investigaciones del juicio o "para la seguridad del ofendido o de la sociedad".
La ley nos da algunas pistas para saber si una persona constituye un peligro para la sociedad: habrá que considerar la cantidad y gravedad de los delitos que ha cometido; si se trata de un reincidente, etc. Pero ninguna de estas indicaciones puede reemplazar al sentido común: una persona es peligrosa si nos sentimos asustados cuando nos cruzamos con ella en la calle, o si todo hace pensar que seguirá delinquiendo. Los textos internacionales de derechos humanos son claros a la hora de afirmar que la prisión preventiva es una medida extrema, y no tendría sentido aplicarla cuando podemos conseguir el mismo fin por otros medios menos brutales.
Dejemos de lado, por un momento, el proceso Penta, que suscita muchas pasiones, y pongamos otro caso reciente, del que cambiaré el nombre, porque no se trata de una figura pública. Hace unos meses, Jaime, el marido de Alicia, realizó una operación económica fraudulenta que lo llevó a la cárcel. Como parte de su estrategia delictual, había requerido la firma de Alicia, de manera que ella también cayó en una ilegalidad, una situación poco grata para una mujer joven, madre de varios hijos pequeños.
Como su delito no es particularmente grave, en el peor de los casos, Alicia podría ser condenada a un par de años. En la práctica, esto significa que cumplirá la condena en libertad, porque tiene antecedentes irreprochables. Ahora bien, pocos días antes de Navidad, el juez decretó la prisión preventiva de Alicia por constituir un peligro para la sociedad. Sus niños pasaron la Nochebuena llorando su ausencia.
¿Por qué un juez incurre en tamaño despropósito? A veces es simple rutina: no ponerse a pensar que quizás Alicia sea descuidada, frívola, torpe o incluso mala, pero jamás puede ser peligrosa, entre otras razones, porque no tiene la más mínima posibilidad de volver a cometer ese delito.
Otras veces, sin embargo, la conducta de esos jueces podría tener otras motivaciones. Como el delito de Alicia no se traducirá, en los hechos, en una condena a pena efectiva de cárcel, y dado que el juez considera necesario darle una lección a ella y enviar una señal a la sociedad, entonces la hace pasar tres meses tras las rejas: "Para que aprenda". Sin embargo, como ni la Constitución ni la ley le dan al juez esas atribuciones, lo que nos muestra este tipo de casos es que de haber un peligro para la sociedad, los peligrosos son esos jueces que pretenden hacer justicia a su manera y se constituyen en seres privilegiados, que están más allá de las reglas republicanas. Además, instrumentalizan a unas personas para dar señales a otras. Inaceptable.
El caso de Alicia, por desgracia, no constituye una excepción. No son pocos los jueces chilenos que no entienden que la prisión preventiva es una medida absolutamente excepcional y que solo procede cuando no hay otros medios disponibles (como el arresto domiciliario) para conseguir el efecto buscado.
La situación de los empresarios Délano y Lavín es más compleja que la de Alicia, pero los principios que deben guiar a los tribunales son básicamente los mismos. No son los controladores de Penta quienes tienen que probar que gozan del derecho a la libertad provisional mientras no se dicte sentencia condenatoria; más bien, lo que hay que acreditar es que resulta absolutamente imprescindible mantenerlos privados de libertad en este momento del juicio. Aunque sean ricos y privilegiados. Aunque el público pida sangre.