Un odiador es un ser que se dedica, básicamente, a odiar en público. Una de sus particularidades más notorias es que esa capacidad de odio le produce orgullo: el odiador ama odiar. El odiador, por ejemplo, decide odiar a Pepe López, que escribe o hace música o pinta o dirige una orquesta o es chef. Quizá no lo conozca en persona, pero igual: lo odia. Porque Pepe López escribe cosas que no le gustan, o pone mal las comas, o usa mucho rojo en los cuadros, o habla con gerundios, o dice "papitas" en vez de "papas" cuando lo entrevistan por televisión. También puede ser que el odiador conozca a López en persona, y entonces quizá lo odie porque López tiene manos demasiado chicas (o demasiado grandes), o porque usa los pantalones demasiado altos (o demasiado bajos), o porque habla de manera demasiado impostada (o demasiado natural). El punto es que no hay salida y el resultado siempre es el mismo: el odiador odia a López. No se sabe desde cuándo, y mucho menos por qué, pero en todo caso ese odio no va a desvanecerse nunca. Haga lo que haga López, diga lo que diga López, cocine lo que cocine López, pinte lo que pinte, escriba lo que escriba, el odiador va a odiarlo y descubrirá infinidad de motivos para hacerlo. Podría decidir, por ejemplo, que López es un recalcitrante reaccionario capitalista de derechas y, aunque López sea militante del PC desde los 70, viva en la más radiante de las pobrezas en un barrio proletario y done todo lo que gana a las escuelas rurales, el odiador sostendrá que esa es una fachada y que, en el fondo, López es, evidentemente, un recalcitrante reaccionario capitalista de derechas. Aunque López escriba, pinte o cocine una obra universalmente saludada como algo nunca visto, como una maniobra de riesgo y sin red, como una innovación inspirada y absoluta, el odiador dirá que se trata de una estrategia de posicionamiento porque López es, evidentemente, un producto del márketing. Y, así, aunque López resulte la reencarnación de Proust o de Paul Bocuse o de Caravaggio o del Che Guevara, el odiador sostendrá, en público y en privado, que López es un mediocre, un plagiario, la representación misma de la mierda en pasta. Porque, para el odiador, lo que López haga o deje de hacer da igual: al odiador lo que le revienta es que López exista. No es que lo envidie, no es que quiera ser como él (porque el odiador suele ser un sujeto de talento). Es, simplemente, que, por un motivo tan fascinante como incomprensible, al odiador le revienta que López sea, esté, diga, haga, y sabe -sabe- que el mundo sería mejor si López nunca hubiera existido. Si López, de hecho, dejara de existir.
Todos llevamos dentro la materia prima necesaria para transformarnos en odiadores: todos hemos sentido aversión inexplicable ante una persona determinada que, a menudo, ni siquiera conocemos. No es novedad que, a veces, bastan un apretón de manos o un simple "Hola, me llamo Equis" para que todo -la antipatía y la simpatía, el amor y el rechazo- quede zanjado. Pero si en la infancia, la adolescencia y la primera juventud esa ira injustificada que nos despiertan algunos seres sirve para labrarnos un sendero de apetencias y rechazos (un sendero construido a fuerza de ofensas, injusticias, prejuicios y bajezas, pero un sendero necesario), pasadas esas edades uno suele abandonar los modos de matón y, en vez de discutir personas, empieza a discutir ideas. El odiador, en cambio, no: el odiador persiste. Para él, todo es personal. Siempre. Más aún si hablamos de Pepe López.
Hay un libro, Vida de Kavafis, de Miguel Castillo Didier, que publicó en 2014 Ediciones Universidad Diego Portales. Allí se reproduce un episodio protagonizado por Gregorio Xenópulos, el escritor y crítico literario que, en 1903, fue el primero en analizar la poesía del griego Constantino Kavafis. El episodio es este: en 1906, una revista había publicado el poema "El rey Demetrio", de Kavafis, y un lector, a quien el poema le había parecido ridículo, envió una carta a la revista Numás que decía así: "Pero ¿qué es esto (...)? Si no me equivoco, alguna vez el señor Xenópulos proclamó gran poeta al señor Kavafis (...). He aquí el poema, y a ver si aguantan la risa". Xenópulos respondió con una carta abierta que decía así: "¿Verdad que le pareció mal el último poema del señor Kavafis? ¿Terrible, no? Para decirle la verdad, tampoco a mí me entusiasmó, y si fuera solo este (...) nunca habría dicho sobre Kavafis lo que dije (...). Pero ¿por qué, por favor, voy a juzgar por los peores y no por los mejores? Kavafis ha escrito cinco o seis poemas tan hermosos, tan profundos, tan grandes, puedo decir, como pocos poetas. Y uno solo, por ejemplo "Murallas", bastaría para mostrar que es poeta (...). Aun su poema de anteayer, que aislado no me entusiasmaba, cuando lo pongo junto a otros veo que corresponde como hermano de ellos, acaso más feo, pero auténtico". Allí donde el lector se lanzaba burlón, ofensivo y sarcástico contra quien sería uno de los más grandes poetas de la especie, Xenópulos decía, serenamente: "¿Le parece? ¿Y si lo pensamos de esta otra manera?". Era una respuesta difícil: por humilde, por noble, por humana.