La rápida reacción del Gobierno para sacar a Sebastián Dávalos de su cargo muestra que aquel no ha perdido ni la brújula ni el olfato.
Las pobres explicaciones de Dávalos acerca de su participación en la gestión del crédito quedarán probablemente como suyas sin dañar al Gobierno, que puede incluso salir fortalecido del episodio. La derecha insistirá en que el Gobierno debe hacer más, pero lo más para este caso está en manos de la fiscalía, quien debe investigar si hubo o no algún tráfico de influencias en la decisión pública acerca del Plan Regulador de Machalí. Allí se agota el asunto y el Gobierno debe mantener sus manos enteramente lejos de esa investigación.
Pero la tarea del Gobierno no termina allí. La salida de Dávalos no basta, pues la tentación de hacerse de poder político de quienes tienen poder económico y la de hacerse de poder económico de quienes poseen poder político es infinita y eterna.
Chile no es único en esta materia. Toda república enfrenta iguales riesgos. Algunos sistemas han sucumbido, sustituyendo la democracia por líderes demagógicos y autoritarios que, luego de entrar prometiendo barrer con los corruptos, han terminado por encarnar ese flagelo, añadiéndole pérdida de libertad de prensa, con lo cual la corrupción tiene siempre las de salir vencedora.
¿Está Chile libre de ese riesgo? El peligro no está en una particular intensidad de la tendencia de los poderosos de esta tierra por aumentar su poder. Tal afán está en la universal naturaleza humana. Nuestro riesgo mayor consiste en ignorarlo. Tres ideologías que nos habitan contribuyen a acrecentar ese riesgo. La primera radica en una cierta concepción romántica acerca de la pureza de la clase dirigente que es común a un cierto nacionalismo de derechas. Se alimenta de parte de la historia del siglo 19, aunque debe pasar por alto buena parte del 20; olvidar que Chile fue un caso de desarrollo frustrado por frivolidad y falta de visión de sus dirigentes; que estos fueron incapaces por años de percatarse lo que se dio en llamar "la cuestión social"; que Ibáñez llegó al poder con el símbolo de una escoba y que Pinochet asentó su popularidad en el rechazo generalizado a la política.
El romanticismo populista de izquierda, en cambio, no ve la gravedad del peligro pues confía o anhela la capacidad de reacción ciudadana hacia las malas prácticas del poder y del dinero. Ignoran que la ciudadanía no manifiesta su hastío en movilización política, en la creación de nuevos referentes o de partidos, sino que lo expresa en desmovilización y abstención. Por ahora, ese sabio escepticismo popular nos salva del populismo, por ahora.
El tercer riesgo está en un exceso de confianza en las instituciones. Ciertamente, Chile tiene fortalezas comparativas en una tradición orgullosa de algunos de sus organismos investigadores y sancionadores; pero tiene -no nos cansemos de repetirlo- una pésima regulación de la relación entre dinero y política, una que permite opacidad en el tráfico de influencias, en el conflicto de intereses y en la transparencia de los partidos políticos.
El programa del actual gobierno peca de esa peligrosa confianza y proyecta pocos cambios para enfrentar ese riesgo. Combatir la corrupción y de paso airear la política y la alicaída democracia representativa es la más desafiante y urgente tarea de este gobierno si quiere permanecer fiel a su promesa de mayor igualdad en la sociedad chilena, bajo cuya promesa el electorado le entregó su confianza.
La más irritante manifestación de la desigualdad es el abuso. En el mediano plazo la igualdad socioeconómica se desvanece en regímenes corruptos y se hace promesa demagógica sin igualdad política, la que, a su vez, es imposible si no se transparentan los canales que relacionan el dinero y la política. La igualdad comprometida se erige en arena si antes no se solidifica de verdad la igualdad política. Ojalá ese sea el programa político de lo que resta de este gobierno.