El arte de la entrevista tiene cultores excelsos. Ahí están, para demostrarlo, todas esas conversaciones con escritores, publicadas por el Paris Review, o, más cercanas en el mapa, la estupenda entrevistadora uruguaya, ya fallecida, María Esther Gilio, y la argentina María Moreno. Hacer y escribir buenas entrevistas es difícil. Porque no se trata solo de saber preguntar y, tampoco, de hacer una simple transcripción de la charla. Eso no sería una entrevista, sino, casi, el equivalente a una declaración judicial.
La periodista norteamericana Larissa MacFarquhar escribió, en un texto que luego tradujo y publicó la revista colombiana El Malpensante, que en una entrevista la cita con el entrevistado "se siente extraña y en ocasiones escalofriante (...), les estás haciendo el tipo de preguntas que solo es socialmente aceptable preguntar en una cita amorosa o en una entrevista. En un sentido, les estás pidiendo que evalúen su vida. Les estás preguntando qué horrendos errores han cometido, de qué se arrepienten, cómo se sienten sobre sus familias, cuáles son sus creencias, cómo eran cuando jóvenes y en qué ha cambiado desde entonces. ¿Sienten que han abandonado a su yo más joven? Les estás pidiendo que se examinen a sí mismos de una manera en que la gente no acostumbra cuando está acompañada. Todo esto desemboca en una interacción muy intensa (...). Y, de igual forma que en una cita amorosa, la conversación no es precisamente normal. No quieres que piensen que se trata de una conversación regular, amistosa, porque no lo es. Yo quiero que mantengan presente que no soy su amiga. Me pueden agradar, pero no soy su amiga. En ese momento soy una periodista (...). Así es que una entrevista no es una conversación normal".
Pensaba en esas cosas -en el arte de la entrevista, en el terso borde de tensión y entrega sobre el que se camina mientras se conversa con un entrevistado- a raíz de que, últimamente, muchos colegas prefieren que las entrevistas se realicen por mail. No cara a cara, y ni siquiera por teléfono o a través de Skype: por mail. Envían las preguntas, el entrevistado responde, y ellos publican lo que el entrevistado escribió.
Todos hemos enviado preguntas por mail a algunos de nuestros entrevistados. El correo electrónico puede ser una herramienta útil en algunos casos -cuando la distancia geográfica o la falta de tiempo lo imponen; cuando los entrevistados son muchos y opinan sobre un mismo tema para una nota que los reúne a todos-, pero no creo que sea saludable transformarlo en el vehículo más habitual para entrevistar a una persona. Debería ser la excepción, y no la regla. Porque si se le pide al entrevistado que escriba las respuestas, y se publica el resultado sin ningún tipo de elaboración, el autor del artículo termina por ser no el periodista, sino el entrevistado que, a cambio de la desventaja de tener que trabajar gratis, obtiene, como beneficio, la enorme ventaja del control absoluto acerca de lo que dice. En una entrevista por mail no hay repreguntas, no hay confrontaciones, no hay discusión: hay solo lo que el entrevistado quiere decir.
En el prólogo a su libro Vidas de vivos, María Moreno dice que "la mejor entrevista es aquella donde el entrevistado dice algo que no sabía que sabía y es el primero en sorprenderse. El segundo sería el entrevistador. Porque la mejor pregunta es la que no se sabe de dónde nos llega y, recién por lo que provoca, descubrimos que era la pregunta adecuada hecha en el momento adecuado". En una entrevista por mail, esa posibilidad -que el entrevistado diga algo que no sabía que sabía- se minimiza casi hasta desaparecer.
En los tiempos que corren se elaboran muchas teorías acerca de la crisis del periodismo. Se mencionan, como posibles responsables, la rapidez desmedida, la irrupción demagógica de eso que se llama periodismo ciudadano, el desconcierto en torno a lo digital, etcétera. Yo me atrevo a pensar que convendría, también, que los periodistas nos preguntáramos si parte de esa crisis no tendrá que ver, por ejemplo, con cosas como esta: con que muchos de nosotros, parece, hemos terminado por suponer que no hace falta salir al mundo a ver qué pasa, y que ya ni siquiera creemos que sea necesario levantar un teléfono y escuchar, al otro lado, una voz humana que duda, titubea, se incomoda, se emociona, se acongoja, se enfurece o miente.
¿Para qué era que queríamos ser periodistas? ¿Para enviar formularios con una nota al pie que diga: "Por favor, llene por la línea de puntos con lo que corresponda"? Yo, al menos, no.