La DC comenzó este Gobierno en una situación de fuerte riesgo. La derecha, que ya no tenía mayoría en ninguna de las dos Cámaras, desplegaría y ha desplegado la tesis de que los DC, en la Nueva Mayoría, son vagón de cola, con insuficiente personalidad para seguir representando al centro. El propósito de este discurso: privarla de ese electorado moderado, sacarla de la coalición a la que pertenece, o dividirla. Alguna izquierda, por su parte, la acusa de ser freno de los cambios refundacionales que se pretenden. Su propósito: privarla de una función moderadora o articuladora con la derecha, ganar a su electorado más progresista o dividirla.
Está por verse si el electorado la premiará o castigará por el papel que, hasta ahora, ha jugado. Por el momento, es posible entender por qué aparece unida y sorteando, hasta aquí, los riesgos señalados.
Un partido ya antiguo se nutre de su tradición y hace de sus íconos históricos su ethos , invoca sus mejores momentos, sus pasadas glorias cuando trata de reconocer su identidad, mantener su unidad y animar a sus huestes. Para los democratacristianos esos hitos radican principalmente en el gobierno de Frei Montalva y en el rol principal que jugó en la transición a la democracia. Ambos momentos son percibidos con orgullo por sus militantes.
Los dos fueron momentos de tensión y de cambios profundos en Chile. Más allá del juicio de los otros y del que termine teniendo la historia, los democratacristianos los apreciamos como gobiernos exitosos porque fueron capaces de sacar adelante proyectos de inclusión social (justicia social en el lenguaje interno), que resultaron eficaces y han perdurado. El de Frei Montalva, por la organización comunitaria, el fortalecimiento de la sindicalización y la integración del campesinado, procesos integradores de grandes grupos hasta allí fuertemente excluidos de la ciudadanía plena y del progreso económico. El de Aylwin, por haber sido un gobierno exitoso en ir consolidando convivencia democrática sobre bases éticas; uno que sin barrer bajo la alfombra el espinudo tema de los derechos humanos, logró imponer el poder civil y jurídico sobre los militares y empezar a hacer convivir en un estado de derecho a un país que hace rato no invocaba la legalidad y la dignidad de todos como fuente de la legitimidad política y que temía, con razones, la vuelta al enfrentamiento fratricida.
Por eso, la Democracia Cristiana no se siente incómoda en una alianza con la izquierda y será muy difícil sacarla de ella.
Pero esa, su historia, explica también su exigencia de precisiones a proyectos que pueden generar más polémicas que resultados. No se trata solo de que sea un partido de centro; se trata también de su adhesión a una ética política de resultados más que a una de testimonios. No es solo por falta de progresismo que desconfía de las retroexcavadoras, sino por un sentido pragmático. Cuando Aylwin dijo que había que hacer política en la medida de lo posible, la Democracia Cristiana se sintió identificada, pues sabe que solo lo factible, lo que logra resultados es capaz de empujar los límites de lo que resulta posible.
Tal vez esa historia ayude a entender que la Democracia Cristiana, lejos de quebrarse, se anime a reclamar matices, explicaciones, precisiones y prolijidades antes de terminar de apoyar cambios que no la asustan por ser profundos, sino porque corren el riesgo de no ser eficaces.