La Presidenta llamó a cuidar el clima político. No lo hizo en una asamblea política, sino que en una cumbre empresarial, en la que casi todos los restantes discursos contuvieron llamados análogos. Es posible que la frase sea repetida por muchos y cada uno entienda por ella algo distinto. Si no especificamos aquellos peligros de los que cada uno piensa que hay que cuidarse, arriesgamos coincidir en la cáscara de una palabra y permanecer igual de lejanos.
Para unos, cuidar del clima político conlleva sacar al Gobierno de su ambicioso programa de cambios, pues lo que estaría enrareciendo el ambiente serían la vorágine reformista, la inestabilidad e incerteza que acompañan al cambio de demasiadas reglas del juego a un mismo tiempo, especialmente en momentos de poco crecimiento económico. La receta de estos consiste en volver a una administración eficiente de los asuntos públicos, reconocer lo bueno alcanzado y olvidarse un tanto de reformas estructurales refundacionales o al menos hacerlas más graduales y pausadas.
Dudo que esta tesis vaya a tener mucho eco en La Moneda. Ya la descartó la Presidenta en la propia Enade, al afirmar que prefería asumir diferencias que frustrar esperanzas. Los candidatos no olvidan sus campañas, cuando sienten cómo se depositan con fuerza las esperanzas de tantos en sus débiles espaldas. Las campañas sellan compromisos y definen los mandatos; no los hacen inamovibles, pero los cargan. La Presidenta lo percibió y lo dijo tantas veces: si volvió fue para hacer un ambicioso programa de cambios. En eso está, y matices más matices menos, permanecerá en ello, poniendo incluso en juego su propio capital político.
No es en la pausa destinada a contemplar todo lo bueno que se ha logrado donde convergerán los llamados a cuidar del clima político.
Otros dirán que el clima se ha enrarecido, porque las voces están muy altisonantes, agresivas y prepotentes. Recetan llegar luego al receso de febrero, donde la inmensidad de mares y bosques devuelven a la gente con mejor humor, espíritu más modesto y ánimo más amigable. Puede ser, pero solo en parte, porque el clima no se ha enrarecido tan solo por los calores del verano. La crispación tiene raíces más profundas.
Es posible que algo más serio esté fallando, y que la falla que enrarece el clima esté en el orden de las instituciones que deben procesar las demandas (cuya intensidad no ha sido artificialmente inventada por este gobierno) y transformarlas en concretos cambios. Puede que la cocina de la política y del Congreso esté demasiado desprestigiada para resistir el calor ambiente, y que el aparato estatal esté muy anquilosado para la prolijidad con la que deben cocinarse guisos mayores como aquellos que la clientela hoy demanda.
¿Tiene remedio este mal que crispa los nervios de políticos que perciben sobre sí su propio desprestigio, debilitando su templanza y corroyendo su liderazgo? ¿Tienen remedio las dificultades de los funcionarios estatales para conocer cabalmente la realidad que impactarán las políticas públicas que se proyectan?
Ciertamente que sí. Para el clima político nada hay más relevante que el orden de la cocina para recibir el calor de las demandas y la manera en que se organizan las instituciones del Estado para contener y procesar las inevitables presiones.
Ese orden, esa disposición de las instituciones para procesar y resolver las diferencias públicas son el corazón de una Constitución Política. Poco tiene que ver con listados de derechos fundamentales. Se trata del orden de las estructuras, de la cabida de cada pieza, de la manera en que se elige a autoridades y a funcionarios, de la distribución de sus potestades, de la transparencia con que actúan, de cómo les llega la voz de la calle.
El ancho y el alto de las acomodaciones en las que se instala un grupo, su luz y su transparencia, la manera en que se comunican con el exterior, los tiempos en que se dan la palabra, se clausura el debate y se decide; todo ello es vital para el clima en que ese grupo debate.
Para cuidar el clima político, nada mejor que revisar las formas institucionales.