Una encuesta de la UDP nos muestra que un 43% de la población cree que los principales beneficiarios de la reciente reforma tributaria será la clase alta, un 20% que la clase media y tan solo un 16% entiende que beneficiará principalmente a la clase baja. ¿Cómo es posible que una reforma impositiva, diseñada para producir mayor igualdad, sea percibida como un instrumento que favorecerá a los ricos?
Si estamos a las razones presidenciales, lo que faltaría es trabajar más y explicar mejor lo que se hace. Es probable, sin embargo, que la población haya visto trabajar hasta tarde al ministro y a los parlamentarios que aprobaron esa reforma y haya escuchado las explicaciones del gobierno y de su coalición, presentándola como la primera de sus políticas para generar igualdad, y también las de la oposición, que la criticaba argumentando que frenaría el crecimiento y el empleo y haya terminado por no creerles ni a unos ni a otros. No hubo un solo actor político que se opusiera a la reforma aduciendo que favorecería a los ricos, pero eso es lo que terminó entendiendo mayoritariamente la gente. La causa puede radicar en la falta de credibilidad en las instituciones; en la percepción de que haga lo que haga la política, cualquiera sean sus buenas intenciones de favorecer a los pobres, los ricos y poderosos terminarán siempre sacando la parte del león. Una hipótesis así se condice con el desprestigio de partidos e instituciones políticas, lugares donde necesariamente deberán seguir "cocinándose" las políticas públicas, a menos que dejemos de ser una república democrática.
Algunos se quejarán de que los chilenos somos mal pensados. Otros culparán a que en estas tierras las leyes se acatan pero no se cumplen, que "hecha la ley, hecha la trampa" y dirán que por eso la gente no se equivoca al percibir que los mejores propósitos terminarán siendo ganancia para los que ganan siempre. Otros, tratando de juntar agua para su molino, recordarán la frase del Gatopardo a propósito de los cambios y dirán que los que hace la política son siempre aparentes.
Todos tienen derecho a quejarse, todos menos los políticos que diseñan o aprueban las políticas públicas. Para ellos, si los chilenos fuéramos un pueblo especialmente desconfiado o particularmente sagaz para eludir las leyes sin violarlas, tales fenómenos debieran ser datos de su causa, supuestos de las normas de convivencia de las que son responsables.
Si así se entendiera, el debate político debiera pregonar menos las intenciones, por ejemplo de no querer cerrar colegios, y comprometer más resultados concretos. La desconfianza ciudadana no parece caldo apto para la venta de sueños, "pavoneos" morales o puras vaguedades, sino para comprometer precisos resultados. El ambiente parece apto para argumentos responsables acerca de los previsibles efectos de políticas rivales.
Para aterrizar en ejemplos actuales: El debate no debiera estar tanto en cómo vamos a sancionar el lucro, sino en la manera precisa en que lo definiremos, en la descripción detallada de los actos que serán sancionados y en los medios que pondremos para detectarlos. El debate del financiamiento político -por poner otro caso en boga- no debiera estar tanto en tal o cual modelo, sino en los concretos mecanismos de control en virtud de los cuales confiaremos en que resulten ciertos y no aparentes cualquiera de ellos.
La derecha aprovecha frases desafortunadas para meter miedo y muestra la maquinaria del Gobierno como la retroexcavadora que rompe los cimientos de la convivencia o como la desmontadora de patines que obstruye el avance de quienes se destacan. La máquina del Gobierno no tiene ni esas intenciones, ni la capacidad de producir tales efectos. Está sí llamada por la ciudadanía a la tarea de alcanzar mayores grados de igualdad y es probable que no requiera tanto mostrarse mejor o trabajar más horas, sino necesitar de un buen afinamiento que la deje con la precisión necesaria para alcanzar los concretos resultados que satisfagan las esperanzas que la pusieron en movimiento.