El Gobierno, que asumió con mayoría política y ciudadana, además activa y politizada, carga sobre sí no pocas expectativas. Todo gobierno demora en acomodarse, pero los de cuatro años se ven forzados a entrar no solo con titulares, sino con la letra fina de sus proyectos bajo el brazo.
La educación escolar, la gran esperanza de movilidad social, tenía el desafío de emparejar la cancha. Para ello, era y es urgente mejorar ostensiblemente la educación pública, pues es la de los pobres, la que peor funciona y de la cual el Estado es único gestor y responsable. Por lo demás, mejorarla puede ser el modo más eficiente de disminuir la inversión en educación particular subvencionada, una fórmula que produce efectos desiguales, que amenaza con apropiación privada de fondos estatales y con segmentar la de los más pobres. El primer envión no ha partido por la educación pública. Ojalá alcancen las fuerzas y el tiempo para el segundo.
La educación superior, allí donde tanto abundan títulos de baquelita, conforme lo dijo el ministro, está urgida de mucha regulación; debe, además, cambiar por transparencia su abundante propaganda. En vez de proteger a sus débiles y cautivos consumidores, se les promete gratuidad. Sin regulación, fiscalización, poda y transparencia los alumnos y sus familias seguirán recibiendo ofertas de lo que no se entrega y pagaremos, el resto, un valor que el producto no vale. Me excuso del carácter mercantil del lenguaje; pero me supera por grandilocuente la promesa del cambio de paradigma.
La elección de intendentes se apunta para la desigualdad territorial. Pero si esta no fuera acompañada de carne suficiente, se corre el riesgo de una autoridad electa, pero carente de brazos. Los que pueden satisfacer necesidades a lo largo del territorio son los servicios públicos desplegados. Sin poder real sobre ellos, desmembrado, el intendente puede radicar su fuerza en el volumen de su queja, transformándose así en figura con legitimidad electoral, pero lastimera. Ya tenemos suficiente de eso en el Congreso.
Chile necesita de una nueva Constitución, pero de una que, haciéndose cargo de las reglas del poder, prometa devolver prestancia a la política y confianza a la representación, además crear espacios de efectiva participación; para así acortar la brecha entre la política que es y lo que se espera de ella. Se apuesta, en cambio, a engrosar los derechos constitucionales justiciables, como si los jueces pudieran hacer lo que es tarea de políticas públicas bien reglamentadas, únicas que han probado ser capaces de asegurar el efectivo goce de los derechos económico sociales.
El financiamiento tiene a la política boqueando y por las cuerdas. Corre el riesgo de que se agoten los nuevos aires que la renueven. La oportunidad que abre el escándalo de Penta puede aprovecharse en un profundo cambio de reglas. El Congreso, que a veces pareciera ubicarse en un autárquico microclima, pretende, en cambio, sacar provechos con comisiones investigadoras de las que nadie podría esperar resultado útil alguno.
La política se nutre de obras. Las eficaces exigen de letra chica y muy buena puntería, pues si bien la ciudadanía tiene derecho a los sueños, la política carga con la responsabilidad de realizarlos... en la medida de lo posible, claro está, como dijo alguien que de política sabía harto.