Era en una sala universitaria, en un país de América Latina. Había un grupo de personas de poco más de 20 años, todos alumnos de los últimos semestres de la carrera de Comunicación, provenientes de diversas universidades, algunos con experiencia en medios. Yo estaba allí para dar una clase de periodismo y, en un momento, quise mostrarles de qué manera se puede introducir en un artículo un flujo de pensamiento (para no complicarnos: una suerte de monólogo interior del personaje protagónico) sin contravenir la regla básica de la no ficción: no inventar y utilizar hechos reales. Para eso hice alusión a un perfil de Phil Spector, escrito por Tom Wolfe, en el que se usaba esa técnica. Pero, antes de explicar el procedimiento, quise asegurarme de que todos supieran quién era Phil Spector. "¿Todos saben quién es Phil Spector?", pregunté, descartando que, aunque más no fuere, les sonaría el nombre (ellos eran jóvenes, Phil Spector es un productor y músico loco de atar: había puntos de interés o de contacto). Pero en la sala no hubo un solo gesto, una sola respuesta. Solo rostros blindados, puro desconcierto. Pregunté, entonces: "¿No les suena: productor de discos de los Ramones, de Los Beatles, de Lennon, de Leonard Cohen?". Nada. Saqué a relucir el dato morboso, que quizá recordaran mejor: "¿Condenado por homicidio hace unos años, acusado de matar a una actriz de películas baratas?". Otra vez: nada. Expliqué brevemente quién era Phil Spector, para que se entendiera lo que quería ejemplificar, y seguí adelante. Pero cuando la clase terminó no pude dejar de pensar en esos periodistas jóvenes que, ya casi listos para salir a trabajar, no tenían ni remota idea de quién era Phil Spector y que, por la expresión de sus rostros, tampoco parecían haber escuchado el nombre de Leonard Cohen. Un mes más tarde fui a dar otra clase, a otro país de América Latina, en circunstancias casi idénticas: un grupo de estudiantes avanzados, en torno a los 20 años. Esta vez, muy a propósito, traje a colación el ejemplo y pregunté: "¿Saben quién es Phil Spector?". La respuesta fue un calco de la anterior: rostros desorientados, desbarrancándose en una ignorancia abismal. Pero esa vez no me detuve y seguí preguntando acerca de las cosas más diversas escogiendo, a propósito, referencias de una o dos generaciones anteriores: ¿saben quiénes son Karpov y Kasparov, Omara Portuondo, la modelo Twiggy, Menudo, Los Parchís, Charles Manson, Richard Burton, qué fueron la Guerra Fría o Mayo del 68? La lista fue larga y, ante cada cosa, la respuesta era el mismo paisaje de rostros impávidos. ¿Steve McQueen? Ni idea. ¿Billy Wilder? Menos. ¿Marlene Dietrich, Josephine Baker, el Enola Gay? Nada. ¿John Steinbeck, Scott Fitzgerald, Mary Quant? Nada, nada, nada. Y entonces tuve un pensamiento horrible y oscuro: pensé que, aunque estábamos en la misma sala, vivíamos en mundos diferentes y que ellos, aun queriendo dedicarse a un oficio en el que la curiosidad y una cabeza repleta de referencias (culturales, históricas) es la única herramienta con la que uno realmente cuenta, no sentían el menor interés por todas esas cosas que habían aterrado o hecho soñar a tanta gente, o que habían cambiado el rumbo de la historia. Y me sentí como Neville, el personaje de la novela Soy leyenda, de Richard Matheson. Neville es el último hombre en un mundo poblado por vampiros. Sobrevive gracias a una agotadora estrategia, parapetado en su casa rebosante de sistemas de seguridad, en ese universo pavoroso en el que ya no existe nada humano: ni los sentimientos, ni los valores, ni la forma de amar: nada. Al final de la novela, Neville es capturado por los vampiros y, cuando le anuncian que van a ejecutarlo en público, tiene una revelación espantosa: comprende que, en ese mundo, él es el horror. Que ellos no van a matarlo porque lo odien, sino porque le tienen pánico. Que él es, ahora, la abominación, el error de la naturaleza. Aquel día, en esa sala, sentí que yo era la abominación, el error de la naturaleza: alguien aferrado a valores -pensamientos, historias, recuerdos, vidas, gente- que hace rato que no le importan a nadie. Igual que tantos, crecí en un mundo lleno de referencias -culturales, históricas- que, como las que escogí para mencionar ante esos periodistas, no formaban parte de mi generación. Pero cuando mis padres hablaban de las piernas de Josephine Baker yo, que no sabía quién era, preguntaba: quería saber. Y cuando mis padres hablaban del mayo francés, yo, que no sabía qué era, preguntaba: quería saber. Y quería saber qué cosas eran la perra Laika, Jacques Brel, Pat Boone y el desembarco en Normandía. Entonces, ¿desde cuándo la memoria había empezado a parecer ya no un valor ni un disvalor, sino una cosa innecesaria? Aquella mañana, en la sala de clases, estuve a punto de ofuscarme, de decir que no se puede ser periodista sin un sistema de referencias sólido, que todo ese desconocimiento solo produce miradas incautas y que esa es la única clase de mirada que un periodista no se puede permitir. Pero después miré esos rostros genuinamente desorientados, y pensé en los rostros con los que, en circunstancias casi idénticas, me encontraría en dos semanas más, en otro país, y me dije que si ellos estaban allí era porque algo de todo esto les interesaba. Que habían venido, como acuden los integrantes de una tribu, a sentarse en torno a una hoguera, dispuestos a escuchar. Y recordé a mis padres respondiendo con paciencia a mis preguntas ("¿Dónde vive Brigitte Bardot, qué hace Ingmar Bergman?"), y me dije que -como antes lo habían hecho conmigo- alguien tenía que volver a hacerlo: azuzar el fuego, despertar el tremendo gusano de la curiosidad. Y empecé a hablarles de las desastrosas aventuras de Phil Spector y de las fabulosas piernas de Josephine Baker y del inquietante Dany el Rojo y, mientras les hablaba de todas esas cosas, me dije ahí vamos, una y otra vez, a contar la historia de quiénes fuimos para entender qué cosa vamos a ser. Por los siglos de los siglos. Todo el tiempo que sea necesario. Todas las veces que hagan falta.