El lugar tiene un nombre evocador: Atlántida. Y claro que no se trata de una civilización perdida, sino que más bien de uno de los muchos pueblos hacia la costa oriental de Uruguay, muy cerca de Montevideo, pero a la vez lo suficientemente lejos como para sentirse en la playa, ajeno al bochinche, en ese pueblito con aire nostálgico, algo gris quizás, pero delicioso en su tranquilidad.
En ese lugar, Pablo Fallabrino y su mujer, Mariana Cerutti, tienen una pequeña bodega: Viñedo de los Vientos. Si es que hubiese una suerte de ruta enológica por la costa oriental de Uruguay, la primera parada debiera ser esta. Y vaya forma de comenzar el viaje. Los Fallabrino-Cerutti diseñan vinos como casi nadie en Sudamérica, puros experimentos, puras locuras que yo al menos nunca vi antes de Uruguay.
La costa uruguaya es hoy una zona en alza en el vino de ese país. Claro que decir eso no es mucho, porque el vino uruguayo aún es una suerte de secreto bien guardado, una joyita a la sombra del éxito del vino argentino o bajo la historia reciente de grandes ventas del chileno. Con sus apenas nueve mil hectáreas (Argentina tiene unas doscientas mil), no tienen demasiado vino para ofrecer. Y lo que ofrecen es generalmente tannat, una cepa que da vinos maravillosos, de los mejores en el mundo, pero que -lamentablemente- ha sido incomprendida porque lo que ofrece es acidez a borbotones, astringencia que duele y muchas otras cosas más que se riñen con la modernidad enológica. Una pena. Pero volvamos a las costas.
Viñedo de los Vientos tiene tannat, claro, pero también vinos deliciosos y alocados como un nebbiolo que parece jugo de cerezas o su Estival, un chardonnay con gewürztraminer y moscato bianco que lo hace pensar a uno en si realmente conoce lo que un blanco es. Locuras de esas que nacen cerca del Río de la Plata, en la Atlántida.
Más hacia el oriente uno se topa con Punta del Este, claro, el balneario más chic de Sudamérica (o casi), con sus casinos y bares ultra modernos y restaurantes mirando al Atlántico que aquí, en "Punta", se junta con el Río de la Plata y congrega a turistas de todas partes, especialmente hoy en día a brasileños que, entre otras cosas, compran vino como si fuera a pasar de moda.
Y una de las posibilidades vínicas que esta zona les ofrece está a una media hora de Punta del Este, y se llama Alto de la Ballena, otra pequeña bodega (tienen apenas nueve hectáreas de viñas) que también la regenta una pareja: Paula Pivel y Álvaro Lorenzo, dos ex ejecutivos que dejaron la comodidad -y el sueldo- de sus puestos en bancos para dedicarse al cultivo de parras y a la producción de vinos. Y la verdad es que, yo al menos, los entiendo. Alto de la Ballena está emplazado en un lugar idílico, una ladera desde cuya cúspide se puede ver todo el paisaje de la zona, los pequeños montes salpicados de verdes y de bosques, los lagos y el mar, a lo lejos.
Cetus se llama el mejor vino de Alto de la Ballena, un syrah robusto y llenador, pero con la acidez clásica de los vinos uruguayos, amplificada aquí por clima moderado por las brisas atlánticas. Una delicia para comer con cordero.
Siguiendo hacia el oriente está José Ignacio, un pequeño poblado casi más chic que Punta del Este, pero quizás en clave algo hippie: calles de tierra, casas de colores y algunos departamentos por los cuales habría que quedar en la ruina si es que se quiere acceder a ellos. En José Ignacio no hay viñedos, pero vale la pena la visita como una suerte de pausa mientras se toma el aire marino y uno se encamina hacia el interior, hacia Garzón.
Garzón es otro pueblo olvidado que se rescató hace poco. El culpable fue Francis Mallmann, el conocido chef argentino, que llegó allí con Manuel Mas (dueño de una bodega en Mendoza, Finca La Anita) encantado con la tranquilidad del lugar. Ambos abrieron un hotel boutique y un restaurante en donde se come de maravillas. Muy cerca de allí está la Bodega Garzón, un complejo imponente, propiedad del magnate argentino Alejandro Bulgheroni.
Asesorados por el afamado consultor Italiano Alberto Antonini, los vinos de Garzón son comerciales, de estilo internacional y muy correctos, en especial un refrescante albariño que es para tomarlo por botellas, sobre todo si uno lleva de vuelta algunas de ellas y las abre junto al Atlántico, en algunos de los bares con vista al mar de Maldonado, Punta del Este o José Ignacio. Vistas, sabores y brisas como esas son solo posibles en las costas uruguayas, un país que tiene al adorable tannat como emblema, pero también mucho, mucho más por descubrir.