Varias de las ideas matrices de la reforma educacional aún no logran convencer a una porción mayoritaria de la opinión pública. El aporte económico de los padres a la educación subvencionada, la selección (en liceos emblemáticos) y hasta la ganancia para los sostenedores (si es acompañada de transparencia y calidad) aparece apoyada por una adhesión mayoritaria frente a sus rivales, según muestra la encuesta CEP.
En educación universitaria, la consigna de la gratuidad universal muestra un 38% de partidarios, mientras que un 57% la haría selectiva solo para los más pobres y un 4% espontáneamente no la haría gratuita para nadie. El Gobierno tiene apoyo mayoritario, pero una fracción no menor de sus partidarios aún no se convence de que esa bandera emblemática del movimiento estudiantil sea razonable. Confieso pertenecer a esa franja de herejes.
Para fundar su propuesta, los partidarios de la gratuidad universal en educación superior argumentan que se trata de cambiar el paradigma; de hacer de la educación un derecho, y no un bien de consumo. Adhiero a entender la educación como un derecho, pero no me hace sentido que para ello sea necesario pagar la universidad de los ricos con rentas generales; es decir, con los impuestos que pagan también los pobres y respecto de cuyo destino compiten otras necesidades sociales también apremiantes.
Que la educación superior sea un derecho significa, desde luego, que el acceso a ella no debe estar determinado, impedido o dificultado por el nivel socioeconómico de quienes aspiran a ella. Tal consideración obliga a financiar la educación de quienes de otro modo no accederían al derecho, pero no tiene por qué significar gratuidad para una familia pudiente.
Que la educación superior sea un derecho exige revisar los sistemas de selección, para hacerlos más atentos a discriminar por los talentos de los postulantes que a favorecer a quienes hayan tenido mejores oportunidades en la educación media. Ninguna relación tiene este imperativo con la gratuidad universal.
Para que la educación superior sea en verdad un derecho de acceso igualitario, la cancha de la educación preescolar, básica y media, que la preceden, necesitaría ser mucho más pareja de lo que es en Chile. Para lograrlo se necesitan cuantiosas y bien orientadas inversiones en la educación pública y particular subvencionada. El dinero que se usará en dar gratuidad universitaria a los ricos bien pudiera destinarse mejor a estos objetivos. Son los pobres quienes ven amenazado y limitado su derecho a una educación universitaria. La mala calidad de la educación pública es uno de los impedimentos más graves.
La educación universitaria chilena también es segregadora. El aporte y orientación del Estado en las universidades públicas tiene mucho que hacer para atenuar esto. Pagarles la universidad a los más pudientes tampoco ayudará a solucionar este problema, y hacerlo distraerá de esos mismos recursos.
Las banderas del movimiento estudiantil no son necesariamente aspiraciones ciudadanas. En materia de gratuidad universal de la educación superior, ese movimiento tendrá que hacer nuevos esfuerzos argumentativos si quiere ganar la adhesión pública. La idea de la educación superior como derecho no parece dar el ancho. Siendo correcta, no sirve de premisa para esa propuesta. Por el contrario, para que sea un derecho, un bien efectivamente accesible a todos, se requiere poner el foco en otra parte.