La campaña presidencial y el gobierno de Bachelet han cambiado el clima político. Para comenzar, la política importa, al punto que algunos reclaman que su agenda está sobrecargada. Ya no es solo una élite la que participa en ella y controla sus decisiones. Se instala también, y con fuerza, que la desigualdad entre nosotros es injustificable y que la educación pública es de muy mala calidad, y toda ella segrega y reproduce las diferencias de modo insoportable.
Cada uno de esos fenómenos se han establecido de la mano de juicios morales, expresados por ciudadanos de a pie que enjuician con dureza lo que la política deja de hacer por sus problemas. Estudiantes, medioambientalistas, pobres, deudores habitacionales, minorías maltratadas, familias de clase media endeudadas que arriesgan con volver a la pobreza y damnificados se empoderan en las calles y en las redes sociales y expresan su indignación con juicios y consignas que tienen una fuerte carga de reproche moral "hacia los poderosos de siempre".
La política percibe ese ambiente y las elecciones la ganaron, por mayoría nunca antes vista, los que parecieron prestarle mejor oído a esos sentimientos. El riesgo, ahora, es que la política no entienda su propia especificidad en la tarea de entrarle a la realidad a partir de este diagnóstico.
La función de la política no consiste en juzgar moralmente las situaciones y menos a las personas involucradas en ellas, sino en hacer políticas públicas que sean eficaces para corregir lo que el juicio moral reprocha.
La responsabilidad de la política es alcanzar logros, mejorías concretas y ojalá incrementales, por lo que sus metas deben ser lo posible; requiere eficacia, por lo que su desafío es alcanzar los acuerdos necesarios para emprender esos caminos posibles y debe cuidar el ambiente y las palabras para que esos acuerdos sean probables; la política será, en el largo plazo y salvo situaciones muy extraordinarias, medida más por los resultados que por los testimonios, por lo que, sin acuerdos, la polémica que descalifica será pura irrelevancia. Porque será juzgada por sus efectos, el puro enunciado de metas será testimonio vano y frustrante si los medios que se ponen a su servicio no son los adecuados.
Así, del diagnóstico de la desigualdad no se sigue, salvo en el puro testimonio, que el remedio esté en una determinada reforma tributaria, si es que no hay razonable certeza que la misma será eficaz para ir disminuyendo el índice Gini que muy precisamente mide la enorme desigualdad en que convivimos. Por ello, nos puede hacer mucho daño que los que se preguntan por la eficacia de los medios sean tratados como partidarios de la desigualdad, enemigos de los pobres o defensores de privilegios.
Del diagnóstico de una educación subvencionada que segrega no se sigue que haya que culpar a los sostenedores o descalificar a las familias que los escogen y menos que sea necesario poner en riesgo la provisión mixta de enseñanza. El remedio de comprar inmuebles por el Fisco no mejorará la mala calidad de la educación en Chile y debemos discutir mucho si esa inversión no es comparativamente más elevada que otras rivales para evitar los casos de abuso cometidos por afán de lucro. Las políticas que se diseñan no pueden evitar considerar los muchos matices que la realidad de la oferta educativa presenta hoy día, los conflictos que generará su aprobación, la probable judicialización que producirá o los costos que conlleva la incerteza en la propiedad y capacidad de dirección de los colegios que se vivirá por tiempo prolongado.
El diagnóstico parece haberse instalado bien, pero la política no contribuirá en nada a remediar los males que detecta si es que no asume las complejidades y matices de su específica contribución, y termina, en cambio, por confundir su voz con aquellos que, con más autenticidad y razones personales, reclaman de la injusticia con reproches morales.