En agosto de 2013, Gonzalo Pontón Gijón, profesor y editor español, publicaba en el suplemento "Babelia", del diario El País, de España, una nota titulada "Ojalá que se extingan los escritores". Allí decía que: "La práctica de la literatura se percibió a lo largo de los siglos como una actividad relevante pero no exclusiva, como algo consustancial a la vida -parte de su ocio- y no como lo que la trasciende o redime, y mucho menos como una forma de subsistencia. Así las cosas, es tentador pensar (...) que la crisis del libro y la victoria del paradigma digital podrían aportar algunos beneficios en el medio plazo: cuando los anticipos millonarios desaparezcan y las ventas se contraigan (...) los novelistas en ciernes, a sabiendas de que nunca más se ganarán la vida con su obra (...) es posible que se lo piensen dos veces antes de ponerse a escribir. Y el escritor consagrado, desligado para siempre jamás, le guste o no, de los grandes contratos (...) dirá lo que tenga que decir y ni una sola palabra de más. ¿Quién escribirá (...)? Pues los que siempre han escrito mejor sobre ello: usted mismo, si cree que tiene que hacerlo (...) No necesita dinero para ello (...) La literatura pide oficio (...) pero no debería haberse convertido en un oficio, como le ha ocurrido a la política. (...) En algo así podría consistir la irónica victoria póstuma de la (buena) literatura. Cuando los 'escritores' se hayan extinguido". Recordé este artículo cuando, en marzo de este año, leí una entrevista con Elfriede Jelinek, Premio Nobel 2004, en la que se repasaba el hecho de que su novela Envidia, de 2007, hubiera sido publicada en su página de internet, de libre acceso, y no en una editorial. El título de la entrevista era este: "Tras el Nobel, regalé mi siguiente novela en la red". El periodista preguntaba: "Usted es un nombre importante y financió la publicación de Envidia. ¿Qué deberían hacer los que aún no tienen ni nombre ni dinero?", y Jelinek respondía: "Sí, ese va a ser nuestro problema (...). Quizá a través de agencias independientes en la web, que también podrían ofrecer servicios de edición y publicidad. (...) Lamentablemente, esos modelos no suelen funcionar (...) Naturalmente, después del Nobel, yo pude darme el lujo de regalar mi siguiente novela. No todos están en esa situación". A mí, en cualquier situación, trabajar gratis me parece un escándalo. Escribir una novela, y regalarla, es un gesto performático alineado con los tiempos que corren pero es, también, un abrazo feroz a la idea de que escribir una novela no es un trabajo, y que entonces es lógico que nadie pague por eso. Es, digamos, una firma al pie de la idea que dice que, en este mundo digital, la cultura debe ser gratis porque, otra vez, crear -una novela, una canción, una coreografía- no es trabajo. Cuando leo estas cosas, sobre todo planteadas por gente que conoce la, digamos, pulsión literaria por dentro (ese impulso que lleva a querer vivir para escribir y escribir para vivir), me espeluzno. Si una persona ha sentido esa pulsión, normalmente sabe que el camino más seguro hacia la infelicidad y la perenne sensación de fracaso es ilusionarse con la idea de que se la podrá desarrollar en los ratos de ocio, después de un trabajo de verdad en un banco o en una compañía de seguros. Es una idea engañosa, que puede sugerir cualquiera que no haya sentido la voracidad con la que una vocación reclama. Alguien que podría pensar que, en efecto, la escritura -o la pintura, o el canto, o el baile- no son oficios, sino pasatiempos; que, para desarrollarse plenamente, esa vocación no necesita de disciplina, entrega, práctica, constancia, ensayo, error, insistencia y profesionalismo, sino, más bien, ratos libres; y que pasar ocho horas al día trabajando en una compañía de seguros es el carburante ideal para producir una novela el domingo por la mañana. La historia está repleta de artistas que tuvieron una vida horrible y trabajos horribles y, aún así, dejaron obras mayúsculas. Pero, ¿estamos diciendo que esa es la manera? ¿No es un cliché gastado la idea del artista escribiendo a la luz de la vela mientras resiste el asedio de un jefe siniestro y vive una vida que no es la que querría tener? ¿Estamos diciendo que es un síntoma de superación que los artistas del futuro, gracias a la era digital, tengan que financiar sus obras -sus pasatiempos- con trabajos -de verdad- como comisarios de a bordo? Clarice Lispector decía que la escritura es una maldición, pero una maldición que salva. Pontón Gijón dice que: "La práctica de la literatura se percibió a lo largo de los siglos como una actividad relevante pero no exclusiva, como algo consustancial a la vida -parte de su ocio- y no como lo que la trasciende o redime, y mucho menos como una forma de subsistencia". ¿A quién creerle? La pregunta "¿de qué voy a vivir?" es una pregunta a la que, antes o después, se enfrentan todos, artistas y no, y la respuesta que cada uno encuentra merece todos mis respetos. Pero jamás quebraré una lanza por un mundo en el que la creación artística adquiera la categoría de pasatiempo. En esos discursos subyace, creo, una idea reaccionaria, enmascarada bajo la forma de progreso (cualquier discurso al que se le agregue la palabra "digital" suena, hoy, a un discurso radiante de futuro), y es la misma idea reaccionaria que tenían nuestras abuelas: la idea de que un artista es un vago, un tipo que no trabaja y que no quiere trabajar. Que retroceder sesenta años sea visto como una idea superadora me llena de ira y de perplejidad.