En la misma semana instituida para que el Presidente de la República rinda cuentas en la sede del Congreso, diversos líderes y autoridades han aprovechado para ningunear a este, sin que nadie parezca sorprenderse.
El lunes fue el turno de la presidenta de la Feuc, quien acusó que el Gobierno actuaba a espaldas de la ciudadanía al enviar sus proyectos de educación al Congreso. Quien detenta la Jefatura de Estado por decisión popular no debe, según el parecer de esta educada dirigente universitaria, proponer un proyecto al Congreso Nacional sin antes haberlo consensuado con el movimiento que representa. La afirmación supone que la representación de la ciudadanía, a cuyas espaldas se estaría obrando al alojar el debate en Valparaíso, estaría en algún otro lugar distinto de las Cámaras. La soberanía, ese poder de decidir las cuestiones comunes, no radicaría en el pueblo o al menos en sus actuales representantes. Ningún parlamentario sacó la voz para explicarle que, en democracia, solo ellos, junto con el Presidente, detentan la capacidad de hablar en nombre de los ciudadanos dentro del territorio. ¿Será que no se sienten investidos de esa autoridad?
Luego fue el ministro de Hacienda, quien advirtió que el corazón de la reforma tributaria no podía tocarse. ¿Y por qué no? ¿Es que no le basta al Ejecutivo con tener iniciativa exclusiva y manejar las urgencias? Los parlamentarios, a juicio del secretario de Estado, estarían para hacer ajustes técnicos menores, pero carecerían de títulos o de competencia para abocarse a las cuestiones centrales o más importantes.
Hasta la Presidenta, en su discurso, señaló que el Gobierno estaba abierto al debate y al perfeccionamiento de las medidas tributarias propuestas, pero que cada cambio que se hiciera debería estar orientado por los objetivos centrales que la misma reforma perseguía.
Limitar la deliberación del Congreso Nacional, el de la ciudadanía que es invitada a sus sesiones de comisiones y el consiguiente debate público que ese proceso recoge y genera a las meras cuestiones técnicas de perfeccionamiento o abrirse solo a ese debate menor es uno de los modos más eficaces de minar otro corazón, solamente que esta vez el de la democracia misma.
Precisamente si la idea de democracia descansa en la igual dignidad que proclama, es porque no asigna a nadie la superioridad intrínseca de decidir por todos las cuestiones que a todos conciernen. En el Congreso, donde tienen el privilegio, pero también el deber, de deliberar mayorías y minorías, han de forjarse las reglas por las que conviviremos, y ese, su debate, no debe tener otro límite que el de las formas. En él, y hasta que se vota, nadie tiene a priori la razón, nadie puede, sin herir los cimientos del lugar que ocupa, proclamar límites sintiéndose mejor que otro. A ese corazón igualitario de la democracia debiéramos dedicar especiales cuidados.
Se ofende al Congreso, pero también a la democracia cuando se pretende excluir de iniciativas trascendentes lo que se considera intocable o se afirma que se está abierto al debate dentro de ciertos límites.
Si así no lo entendemos, si así no lo reclama, proclama y practica el propio Congreso, corre el riesgo de no estar a la altura del sitial en que la democracia deliberativa e igualitaria lo ubica; y me temo, terminará por hacerse cada vez más extendido el parecer de la Presidenta de la Feuc de que se da la espalda a la ciudadanía cuando se alojan las iniciativas públicas en el Congreso para que este las sopese y decida. Con ese entendimiento, no habrá democracia posible, pues esta no solo descansa en buenas reglas políticas, que no las tenemos, sino en una cultura de profundo respeto al debate parlamentario que parece esfumarse entre quienes debieran cultivarla.