Se suele decir que los países productores solo beben sus vinos, los que ellos mismos producen. Los italianos beben italianos, los franceses beben vinos franceses. Y así. Botellas locales que se prefieren en desmedro de tantas otras que el planeta ofrece.
¿Pero por qué sucede esto? Podría ser por chauvinismo. Lo que producimos es lo mejor, mucho mejor que lo de los demás. O por distancias. O por el precio, o simplemente porque nos hemos acostumbrado al gusto del vino que hacemos. Pueden haber muchas explicaciones, pero la verdad es que para cada una, existe una contra-teoría que puede resumirse en lo siguiente: el tamaño del mercado.
Si el mercado chileno fuera diez, veinte veces más grande de lo que es, resultaría bastante probable que el vino francés o el italiano llegara a nuestras costas a precios accesibles, tal como llega a las costas de Estados Unidos, un país productor que, además, es el principal mercado para vinos extranjeros en el mundo. Eso y un poco de curiosidad por probar cosas nuevas (asunto del que también carecemos, la verdad) nos haría una plaza deseable para muchas regiones productores en el planeta.
Pero no es así. E históricamente, los chilenos hemos preferido vino nacional con la breve, pero para nada despreciable excepción del Champagne francés, del que hay una insólita variedad para los estándares criollos. Pero de lo demás del país galo, poco y nada, al menos hasta que en 1998 la tienda El Mundo del Vino abrió sus puertas en la calle Isidora Goyenechea y dio el gran batatazo trayendo vinos franceses que el fanático local apenas había visto en revistas. Vinos como Petrus, de Pomerol o Château Lafite de Burdeos (dos íconos del vino francés) estaban en la lista de posibilidades; si es que uno tenía el dinero para comprarlos, claro.
Aunque limitada por lo pequeño de nuestro mercado, El Mundo del Vino sigue siendo una buena fuente de vinos franceses. Y tiene de aquellos châteaux caros como Lafite ($1.990.000 la botella) pero también otros más abordables como el blanco Clos de la Bergerie ($52.990), del iconoclasta Nicolas Joly, gran promotor de los vinos biodinámicos en el mundo.
Una mirada distinta es la que tiene Diego Edwards, un ejecutivo de Santa Rita, que de tanto viajar y probar vinos del mundo, pensó que sería una buena idea traerlos a Chile. ¿Es que existe un mercado para esos vinos aquí? "Creo que sí da -dice Edwards- sobre todo apuntando a las nuevas generaciones que están acostumbradas a un mundo global y conectado, personas que tienen un intercambio cultural, ya sea virtual o por viajes. Por otro lado, existe una irrupción de pequeños proyectos independientes de productores chilenos, que va en la misma línea de los vinos que estamos importando nosotros, lo cual nos hace más fácil transmitir el concepto de los vinos que importamos".
Este proyecto va recién en su primera importación, la que consistió en alrededor de tres mil quinientas botellas de unas cuarenta bodegas francesas, muchas de ellas verdaderos tesoros para fanáticos, y que solo se conseguían cuando un amigo viajaba. Entre ellos, Philippe Bornard de Jurá, y tres bodegas imprescindibles del Valle del Loire: Domaine Vacheron, Bernard Baudry y Francois Chidaine, nombres míticos. Un Vacheron a $17.000 o un Bornard a $16.000 (todo a pedido a ventas@efwines.cl) no parecen tan excesivos en precios, sobre todo por lo que entregan.
Las ambiciones de Edwards son altas. "Lo realmente importante es lograr tener una oferta de vinos en Chile que no tenga nada que envidiar a la de Nueva York, Londres o Tokio, así podremos atraer a nuevos consumidores y ampliar las opciones en términos de cepas y estilo existentes hoy en el país".
Estos nuevos nombres aportan a la diversidad de la oferta local, que ya hace rato se ha puesto entretenida con la llegada de pequeños productores y nuevos sabores en sus vinos. Que lleguen más etiquetas de afuera va a depender de nuestra curiosidad y de las ganas de probar más allá de Chile. Por el momento, lo que hay alcanza para que nos dé sed.