El Congreso vive una semana de paradojas. Por una parte, se constituye en el único foro de deliberación donde quienes debaten la reforma tributaria deben los unos dar razón de sus promesas de más igualdad, que sus críticos motejan de borracheras refundacionales, y los otros de sus augurios oscuros de menor crecimiento e inversiones, alza de precios y desempleo, que sus adversarios califican de guerra fría.
Es el lado luminoso del Congreso. Lo es especialmente porque quienes hacen declaraciones llenas de superlativos destinadas a inflamar o aterrar a la opinión pública, son obligados a encontrarse en un lugar en que deben dar razones del paraíso ensoñado que prometen o de los peores augurios con que pintan de negro el horizonte. Las autoridades, expertos y lobistas saben que en esa casa son necesarios los sustantivos, los números, los ejemplos comparados, ese sano y prudente baño de realidad con que debe revestirse todo debate acerca de políticas públicas. Los parlamentarios no son expertos impositivos, pero la deliberación debiera permitir a personas con sensibilidad pública y legitimidad política encontrar razonables fórmulas finales.
Suena bien, particularmente si ese foro que trae la deliberación a la exigencia de dar y recibir razones, está compuesto por aquellos que tienen la autoridad de quienes se saben depositarios de la confianza ciudadana.
Así de atractiva se presenta la democracia representativa en el cielo de las ideas. Pero el ideal se tambalea si la gente desconfía del Parlamento, si sus integrantes no sienten el aplomo que da la autoridad del mandato popular o si, peor aún, sus voluntades llegan a ser capturadas por los intereses en pugna o se generaliza la sospecha de que así ocurre.
La semana también nos muestra este lado más oscuro: Una investigación de Ciper Chile afirma que parte de los recursos públicos que se destinan a que los parlamentarios puedan asesorarse bien para adoptar sus complejas decisiones, ha ido a pagar sospechosos informes de poca o nula valía e incluso a encuestas de opinión que nada tienen que hacer con su tarea legislativa. A ello se suma la iniciativa de dos diputados que vienen llegando de liderar movimientos sociales para bajar el sueldo de los honorables, poniendo a esa iniciativa una música que también busca y logra cuestionar la autoridad de quienes integran el Congreso.
En ese escenario, de creciente desprestigio parlamentario, no son de extrañar voces que llaman a "desparlamentarizar" el próximo debate público sobre educación o a tratar fuera del Legislativo la nueva Constitución, como si afuera de los órganos político representativos hubiese alguna esperanza de zanjar los debates sopesando las razones y contando cabezas, en vez de cortarlas o, por lo bajo, darnos de empellones.
Frente a este escenario ambivalente otros adherirán a los ideales democráticos y se quejarán de la calidad de nuestros parlamentarios. Son los ingenuos que no quieren entender que, para acercarse al luminoso ideal, la democracia aprendió hace rato que no debe confiarse en la bondad humana y que son claves las formas de la competencia electoral y de la representatividad parlamentaria, y que resulta esencial también limpiar muy bien la relación entre el dinero y la política.
En estas materias hay muy pocos incentivos para que los parlamentarios hagan cambios a las reglas que la dictadura preparó para una débil democracia. Veremos si la opinión pública tiene la convicción para lograrlo y si los parlamentarios -especialmente los nuevos- el coraje para una reforma en serio y profunda de estas cruciales reglas de la democracia.
Sin esas reformas, el título de honorables será pura ironía y Chile carecerá de una buena y sólida casa donde decidir bien y de manera estable los cruciales debates sobre cambios de paradigmas que se nos avecinan de modo inevitable.