En su discurso inaugural, la Presidenta afirmó que la desigualdad es el único enemigo de Chile.
La derecha se encuentra en período de aprontes y tensiones para definir el tono y el tipo de oposición que ejercerá y la forma, estilo y liderazgos con que se mostrará como alternativa. La estrategia que ella adopte frente al curso que siga el gobierno por abatir al enemigo de Chile puede, gruesamente, ser de dos tipos: la una consiste en compartir el norte y colaborar y fiscalizar para que la letra grande de las promesas y programas electorales y de los grandilocuentes derechos que se proclamen coincida con la letra chica de las leyes, reglamentos y medidas específicas que se tomen en su nombre, para que las políticas gubernamentales resulten eficaces para alcanzar mayor cohesión e igualdad, y no se desvíen en aplacar la sed de los grupos de interés más vociferantes o más capaces de crear conflictos o hacer presión.
La otra alternativa de la derecha es enarbolar fines alternativos a la igualdad y enfrentar al gobierno en ese plano. Para ello, siempre habrá argumentos: que la torta debe crecer para repartirla, que la igualdad es afán de socialistas, mientras la derecha debe poner sus prioridades en la libertad, y hasta es posible empezar con las sutiles distinciones filosóficas acerca de las igualdades esenciales y las diferencias accidentales entre las personas.
En esta disyuntiva, la derecha no debiera olvidar los coletazos de la desigualdad que la afectan negativamente. El principal y más obvio es que un capitalismo moderno se legitima socialmente y funciona mejor sólo allí donde se satisface la igualdad en medida mayor de lo que tenemos en Chile. Piénsese solo en la forma en que penetran y se radicalizan las posiciones que están por "cambiar el modelo", y la pérdida de talentos que se verifica por la mala educación pública chilena, cuya mejoría se obstaculiza por el grado de segregación existente.
Pero hay dimensiones políticas e incluso electorales de la desigualdad que también pesan negativamente sobre la derecha. En la reciente segunda vuelta presidencial, Matthei obtuvo el 37,8% de los votos a nivel nacional. En Las Condes, en cambio, superó el 75% de las preferencias; en Lo Barnechea, el 78%, y en Vitacura, el 81%. En cambio, en las comunas con más pobres de Santiago, como son San Joaquín, Lo Espejo y Renca, no llegó al 30%, y en la primera de las mencionadas ni siquiera al 25%. En regiones, el cuadro de comunas con más pobres es menos coincidente, pues si bien en algunas, como Lebu, tampoco superó el 25%, en otras más rurales, como El Carmen, en Chillán, casi llegó al 45%.
Las cifras son elocuentes: descontando unos pocos casos muy excepcionales en regiones, ellas indican que la derecha tiene gran capacidad de convicción y adhesión entre los ricos y muy poca entre los pobres.
Para los más críticos de la derecha, la coincidencia resultará obvia, pues consideran a los políticos de ese sector como los defensores de los ricos, y les parecerá lógico que estos así lo reconozcan y les sean electoralmente leales, mientras los pobres también tienen conciencia de clase en sus decisiones políticas.
Para una derecha moderna que tenga una vocación de mayoría que vaya más allá de los desgastes esporádicos de la centroizquierda, las cifras son más preocupantes, pues podrían indicar que en una sociedad tan segmentada como la nuestra, en que poco se comparten los barrios, las escuelas, las diversiones o el lenguaje, las ideas de derecha podrían también estar quedándose segmentadas, para apelar únicamente a unos ricos que cada vez más solo conversan entre sí.