El pueblo de Cochamó busca un director para su escuela. La municipalidad abre concurso y ofrece una remuneración base inferior a los $500 mil, la que con asignaciones puede llegar a triplicarse. Menos de un millón y medio mensual brutos por dirigir una escuela fronteriza, de cerca de 500 alumnos desde prebásica a 4° medio.
Cochamó no es una excepción. Por lo general, un profesor con larga experiencia y perfeccionamiento puede aspirar a un sueldo de un millón y medio en un buen liceo fiscal, y de dos millones en un colegio particular pagado.
Mentimos entonces cuando decimos que la educación es prioritaria para Chile. Difícilmente otros profesionales con cinco años de estudio comparten ese nivel de retribuciones al cabo de una carrera. Nos engañamos al pensar que otros paliativos atraerán buenos profesionales a la docencia.
La educación, y particularmente sus efectos sobre la desigualdad, estuvieron, por sobradas y justas razones, en el centro de la reciente campaña presidencial. Con todo, nada permite augurar que los sueldos de los profesores serán significativamente aumentados, como se requeriría hacer si de verdad quisiéramos mejorar la enseñanza en Chile.
¿Por qué esta medida evidente es tan improbable? Para omitirla se aduce que un aumento generalizado de las remuneraciones docentes no garantiza por si solo una mejora de la enseñanza. El aserto es obvio, pero no siendo suficiente, la medida es condición necesaria y nada impide que se adopte acompañada de las demás que sean.
Es verdad también que los recursos públicos son escasos y las necesidades muchas y acuciantes. Por eso habrá reforma tributaria, porque la educación bien merece un mayor esfuerzo. Pero es probable que los nuevos recursos no vayan a mejorar la educación escolar pública, sino a asegurar a pobres y a ricos la gratuidad de la universitaria. ¿Será esta una prioridad tan acuciante como la de cumplir la condición necesaria para que la educación pública vuelva a tener esperanza de mejores docentes?
A mi juicio, no. Para justificar la gratuidad universal de la enseñanza universitaria, la última bandera en la que se instaló el movimiento de estudiantes, suelen esgrimirse razones políticas: Se trataría de construir un nuevo "paradigma" en el que la educación sea derecho universal y no un negocio. Al menos tres graves vacíos presenta esta justificación. La primera es de fines: Instalar derechos universales, a los que pueden acceder de modo igualmente gratuito ricos y pobres, no es una medida eficaz para disminuir la desigualdad y favorecer a los pobres. La gratuidad en el ejercicio de los derechos es bandera de justicia solo aparente. Suele reforzarse esta idea analogando la educación a los servicios policiales. La comparación olvida que el Estado necesita del monopolio de las armas y debe proveer seguridad de un modo difuso y necesariamente igualitario, naturaleza que no comparte con la educación.
El segundo vacío de la razón esgrimida es de medios. La relación entre gratuidad universal, calidad e igualdad es, a lo menos, tenue y frágil, más sustentada en entelequia ideológica que en la experiencia comparada. A juzgar por esta, el efecto más probable de la gratuidad será un decaimiento de la calidad de la educación universitaria pública, y ningún efecto sobre la igualdad.
El tercero es un problema técnico. Si la educación universitaria es hoy provista en su mayoría por el sector privado, quien lo hace por lucro; no aparecen aún las fórmulas para que la gratuidad no termine transfiriendo los nuevos impuestos a los poderosos grupos económicos que, por ahora, proveen el servicio. Lo que se ha ofrecido e impartido al margen de regulaciones elementales, no variará en sus abusos por efecto de la gratuidad, ni será provista por estos grupos si se termina del todo la noción de negocio. Regular, no regalar, debiera ser la consigna en esta materia.
Ojalá marzo nos traiga un debate profundo acerca de cómo mejorar la educación pública en Chile.