Uno de los requisitos para que una nueva Constitución ayude a solucionar y no a agravar los problemas institucionales que tenemos es hacer colectivamente un diagnóstico acerca de lo que ha fallado en la existente.
Ponernos a discutir un nuevo texto sin ese diagnóstico compartido, que aún es harto incipiente, arriesga escenarios lamentables, como lo sería entender que la "hoja en blanco" es como una gigantesca tarjeta navideña en la que cada uno puede escribir sus mejores deseos para Chile, con la vana esperanza de que se harán realidad con solo proclamarlos en ese texto solemne.
Hacer un diagnóstico pasa por algunos reconocimientos que no será fácil hacer a unos y a otros.
Desde luego, los detractores de la Carta que nos rige debieran hacerse cargo de que la Constitución del 80, con sus lentas y trabadas reformas, canalizó eficazmente 24 años de elecciones libres, con alternancia del poder (ese consuelo de democracia mínima, pero que constituye su núcleo esencial y del que no siempre hemos gozado); que durante su vigencia, las diferencias políticas se resolvieron dentro de sus reglas; que permitió gozar de libertades básicas, sin que se haya recurrido a estados de excepción, salvo un episodio breve y acotado, lo que es inédito en la historia de Chile, y que bajo su vigencia ha habido un creciente goce de derechos económico sociales, traducidos en reducción de la pobreza y leyes que garantizan viejas aspiraciones como derechos. Ciertamente que los méritos tienen muchas causas, pero la organización institucional ha hecho su contribución para lograrlos y así exhibir lo que ninguna otra Carta Fundamental de Chile podría mostrar ininterrumpidamente bajo su imperio. Ese reconocimiento fáctico debiera necesariamente obligar a rescatar aspectos valiosos en el modo en que nos hemos organizado para resolver nuestras diferencias. Es el desafío para los que menosprecian la Carta que nos rige.
A un mismo tiempo, los defensores de la Carta deben reconocer que esta no dio el ancho frente a la movilización social que la desafía; que su falta de prestigio la torna débil; que en razón que todo el poder se concentra en Santiago y en el Presidente, también son suyos todos los conflictos y problemas de orden público consiguientes; que las malas reglas de elección y la falta de atribuciones del Congreso lo tienen en una crisis de autoridad que lo hacen engrosar la lista de los problemas y no de las soluciones; que la organización de los partidos políticos, su mala relación con el dinero y con la transparencia los tienen en riesgos terminales, y que, en fin, lo que pudo ser un sano impulso de desconfianza y participación ciudadana, un aire que debiera ser siempre bienvenido para robustecer la democracia, la tiene a mal traer, pues el fenómeno, lejos de reforzar la ciudadanía, la debilita. La movilización ciudadana no escurre por canales institucionales, que casi no existen, sino que se aleja orgullosamente de ellos con desdén y menosprecio. Eso corroe la democracia, que sin formas institucionales es puro tumulto.
Si estos son los problemas de la Constitución que nos rige, el programa de la Nueva Mayoría para el nuevo texto receta muchos remedios que poco o nada tienen que hacer con los males, salvo en lo que alude al binominal y las supramayorías.
Los males de la Carta del 80 no están en su insuficiente o deficiente consagración de derechos, sino en la forma en que ha organizado las instituciones para que ejerzan poder y representen. El diálogo acerca de cómo entrarles a estas dificultades aún no empieza o solo se mantiene en cenáculos académicos. Sin ese necesario debate ciudadano previo, lo de una nueva Constitución puede agravar los males, o en el mejor de los casos, ser pura hojarasca.
Jorge Correa Sutil