Toma fuerza la idea de que el proceso participativo e institucional para elaborar una nueva Constitución se radique en el Congreso y que este trabaje en audiencias públicas y con una hoja en blanco; esto es, partiendo de la idea no de reformas específicas al texto actual, sino para escribir, sin restricciones, uno nuevo.
La fórmula puede terminar con un texto legitimado, especialmente si se conduce bien el carácter participativo y luego puede plebiscitarse. No obstante, la idea de hoja en blanco tiene un riesgo si se lleva al extremo; esto es, si no se parte de un debate y consenso previo acerca de qué tipo de Constitución es la que Chile necesita y para qué le sirve tenerla.
Sin ese debate previo acerca de las funciones que queremos sirva una Constitución, el proceso participativo arriesga que cada grupo de interés abogue por incorporar en ella sus derechos favoritos y un Congreso, con poca autoridad frente a esos grupos, como el que ahora tenemos, termine mediando en una negociación en que todos acepten lo propuesto por el otro, a condición de que se incorpore lo propio. Un proceso así arriesga un resultado sobreabundante.
Una Constitución sobreabundante es una mala Constitución, pues cada palabra que se incorpora a ella es un límite al poder de las mayorías. El exceso, como el que tiene la que nos rige, no logra una democracia vigorosa. Veamos.
En esencia una Constitución es su forma: Un conjunto de reglas de las que no puede disponer la mayoría y que solo pueden reformarse por quórums supramayoritarios.
La democracia es un sistema político que parte del supuesto de la igual dignidad de toda persona. A partir de esa premisa, solo existe una regla legítima para salvar las divergencias en los asuntos públicos: deliberar y luego resolver por mayoría. Si se suprime la deliberación se niega la dignidad de los otros y de sus ideas. Si se opta por una regla distinta a la de la mayoría se niega la igualdad, pues toda forma supramayoritaria parte de la premisa de que no valemos igual, de que los que quieren mantener el orden ostentan una dignidad superior a los que quieren cambiarlo.
La única excepción democráticamente aceptable a la fórmula de mayoría es para las reglas que hacen posible y garantizan la democracia; en aquello que prohíbe atentar contra la igual dignidad de todos en los procesos políticos. Las reglas, esencialmente procesales, que hacen posible la democracia, la alternancia en el poder y la igual dignidad de todos es lo único que tiene carta de legitimidad para erguirse por sobre la voluntad de las mayorías: Es lo único que merece estar en una Constitución.
La chilena actual es probablemente la Constitución más sobreabundante y minuciosa del mundo, pues al texto que recibe ese nombre se agregan las leyes orgánico constitucionales. Todas ellas constituyen la Constitución que nos rige, pues de ellas tampoco puede disponer la mayoría. Ese esperpento es el que ha distorsionado enteramente la noción de Constitución en la cultura y en la práctica política chilenas.
Supuesto que volvamos a tener una sola Constitución y lo demás quede a merced de la mayoría, como corresponde a un país en que nos reconocemos iguales, la pregunta esencial frente al papel en blanco es cómo vamos a organizar el ejercicio del poder y en qué y para qué queremos limitarlo. La pregunta conduce, más que a la consagración de nuevos derechos, a la arquitectura del poder. De eso es lo que está enferma la institucionalidad chilena, lo que tiene a las instituciones con tan bajo prestigio; eso es lo que más necesita debatirse y lo que menos hemos debatido.
La carta de derechos, en cambio, es una manera de limitar el poder político. La consagración de ellos en la Carta Fundamental constituye una obligación o un límite a las mayorías. Más que nuevos o mayores límites al ejercicio del poder, lo que necesitamos es una mejor organización política, una que prometa volver a prestigiarla. La mejor garantía de los derechos de igualdad material no está en la minucia y extensión de su consagración constitucional, sino en una democracia real y bien organizada.