La recién elegida presidenta de la FECh declaró que no votará mañana. Desconfía de las instituciones como instrumento eficaz para alcanzar el país con que ella sueña.
Melissa Sepúlveda, la nueva dirigente de los jóvenes más educados y privilegiados de Chile, no es la única que no votará mañana. Otros se abstendrán por indiferencia política o porque les da lo mismo quién gobierne; otros por escepticismo de que los políticos puedan hacer los cambios que fervientemente anhelan, en medio de un modelo que consideran moralmente inferior o políticamente tramposo; algunos porque sienten que sus sueños son indignos de ser pesados igualitariamente en una balanza con los de otros. Todos quienes no votarán mañana (distintos son los que lo hacen en blanco) colaborarán a debilitar la democracia. Cualesquiera sean sus causas, la abstención conlleva desprecio por el mecanismo, esencial a toda democracia y a toda convivencia pacífica, de contar igualitariamente las preferencias entre las alternativas posibles, para así conformar las instituciones que ejercen poder político.
Una democracia es mucho más que sus elecciones; pero sin ellas nada de lo demás es posible. Son el rasero mínimo del gobierno del pueblo; ese consuelo del ideal, a través del cual este puede, al menos, cambiar periódicamente a las élites que le gobiernan y obligarlas a tomar periódicamente la temperatura de sus anhelos y preocupaciones. Campañas y elecciones renuevan las expectativas y la representación, requisito de la legitimidad para ejercer el poder entre iguales, en el marco de instituciones que también distan de ser ideales, pero que son las que, por ahora, evitan que resolvamos los conflictos por la pura fuerza.
Cuántos voten es probablemente el resultado más importante de mañana. En la democracia masculina, elitista y censitaria de 1870 lo hizo el 3,3% de la población adulta. En la elección del año 20, ese porcentaje aún no llegaba al 10%. Tan solo a partir de las luchas feministas, de campesinos y jóvenes, que ahora Melissa desprecia, llegó a votar el 70% de los adultos. La democracia de entonces no pudo soportar la tensión que conllevó la inclusión de todos a las demandas colectivas. El país con mayor estabilidad política y con una de las cifras más bajas de participación electoral de América revirtió ésta última, pero no tuvo la fortaleza institucional para hacerse cargo de las expectativas generadas.
Ahora las cifras, y el riesgo, son de sentido contrario: al abrirse nuevamente los registros electorales, un 93% de los adultos procedió a registrarse y muy pocos de ellos se quedaron en sus casas en los primeros domingos electorales. Ahora que todos podemos, ¿cuántos menos votaremos mañana?
Casi como si fueran vasos comunicantes, las formas de participación más directa, que la Carta Fundamental limita hasta proscribir casi completamente, afloran y se multiplican al margen de la legalidad, con aires a veces mesiánicos y desafiantes: paros ilegales, tomas y manifestaciones no autorizadas, que abjuran de la transacción y hasta del diálogo, desafían el liderazgo representativo, haciéndolo perder seguridad y aplomo, mientras redes leves, horizontales y ocasionales tienden a sustituir a los partidos políticos.
De nada sirve la nostalgia de un pueblo dócil a las élites gobernantes cuando de lo que se trata es de recuperar el prestigio indispensable que dote de legitimidad a los representantes. Esa docilidad no es ya posible ni su reclamo congruente con ideales democráticos.
Si la política no es capaz de renovar formas y espacios de participación social, que vuelvan a hacerla cívica, dialogante y tolerante, y así recuperar el prestigio y la convocatoria de las instituciones representativas. La tarea de gobernar será cada vez más difícil, quienes quiera que ganen mañana.
Por eso, el porcentaje de quienes voten será un síntoma importante para saber cuán saludable se encuentra nuestra democracia.