Las cosas ya no son las mismas para el chardonnay. Y es probable que este cambio no deje del todo contentos a los antiguos amantes de la cepa, los que se criaron con ella en los tiempos cuando brillaba como el gran blanco del nuevo vino chileno.
Hablo, por cierto, de otras épocas. Y por mucho que esos otros tiempos hayan pasado hace apenas algo más de un par de décadas, la evolución del vino en Chile ha sido vertiginosa y se ha notado especialmente en los blancos. Y hablo de esas épocas en las que solo había semillón, moscatel y poco más; épocas en las que, por ejemplo, el sauvignon blanc aún estaba muy lejos de reinar.
Eran los tiempos de vinos clásicos en el panorama chileno como Las Encinas de San Pedro. Habría que echarle un vistazo a Las Encinas, aunque sea solo por nostalgia. La respuesta (o algo así como una respuesta) nacional al Jerez. Vinos de guarda en madera, que mostraban su oxidación sin complejos, cuando los aromas frutales en los blancos aún no existían y hasta eran mal mirados.
Como contrapartida, y a partir de fines de los años 80 y más tirando hacia comienzos de los 90, se empezaron a ver en las estanterías de manera muy tímida los primeros blancos del Valle de Casablanca, y casi todos hechos con uva chardonnay, que era la cepa que estaba de moda, gracias a unas golosas versiones con las que California y también Australia conquistaban el mundo.
La moral del chardonnay, entonces, se regía por conceptos bastante básicos y claros. Madera (la que fuera, pero nueva) mucha madurez, sabores más bien dulces y también una tendencia a procurar la fermentación maloláctica que no es más que la transformación del ácido málico (de las manzanas verdes) en el láctico (de la leche) con el consiguiente aumento en esa sensación golosa y untuosa que ya se había conseguido en el viñedo, cosechando tardíamente las uvas.
Ese era el prototipo de chardonnay del Nuevo Mundo, el que tenía éxito, el que se vendía como pan caliente y también el que ilusionó a muchos nuevos productores del Valle de Casablanca con obtener parte de la torta. Tal como hoy ese valle se ha llenado de pinot noir (otra moda fuerte desde hace ya casi una década), por esos años el chardonnay se plantaba y no dejaba de plantarse.
Durante los años 90 comenzaron a aparecer los primeros chardonnay de cierta ambición en Chile. Recuerdo, por ejemplo, las versiones de Viña Casablanca (Santa Carolina) hechas por Ignacio Recabarren. O Amelia, de Concha y Toro, hecha por Pablo Morandé y cuya primera cosecha fue en 1993. Esos vinos correspondían al prototipo que se imponía por esos años. Blancos maduros y golosos, grandes, corpulentos.
Ahora, si lo analizamos un segundo, esos incipientes chardonnay “íconos” vendrían a ser la primera seña de que todo cambiaría radicalmente en el estilo de los vinos que beberíamos en los años siguientes. Hacia los 90 aún era posible encontrar tintos, por ejemplo, que estuvieran por los doce o trece grados de alcohol; vinos que se bebían bien y fácil. La moda comenzó por el chardonnay, pero en paralelo ya vendrían todos esos tintos llenos de alcohol y fuerza. Acabo de probar, por ejemplo, un Don Melchor 1996. Con apenas trece grados, el vino resulto ser una maravilla de elegancia y jugosidad, a pesar del paso de los años. Luego, todo cambiaría. A veces para mejor, a veces también para peor.
Pero bueno, no me quiero desviar. La tendencia a los vinos golosos e hípermaduros (ya fueran hechos con uvas de chardonnay como con cualquier uva) continuaría hasta hace muy poco, (la cosecha 2010 es el punto de quiebre) cuando el gran barco del estilo predominante haría un giro radical para llevarnos por otros rumbos, vinos más frescos, más vivos, menos madera, menos madurez. Resumen: vinos que se llevan mejor con la comida, botellas que se acaban más rápido.
Pero fue el chardonnay el que dio el primer viraje, aunque fuera un viraje algo torpe en un comienzo. Los chardonnay de mediados de 2000 muchas veces se pasaban de la raya y llegaban a ser algo “asauvignonados” en el sentido de su extremo frescor, de su acidez radical. En términos más claros: de ser el vino para el graso y potente salmón con crema, se pasaron directo al blanco para las ostras o para el cebiche. Non stop.
Como la consigna era que el chardonnay debía agiornarse, la maloláctica se comenzó a ver como un monstruo avasallador, un signo inequívoco de que el que llevaba maloláctica, en realidad no sabía nada de chardonnay. Y la madera, ni hablar. Cero o solo barricas usadas. Nos pasamos de un extremo al otro.
Hoy, en cambio, las cosas se están lentamente equilibrando y es probable que estemos asistiendo al momento más estelar del chardonnay en toda su breve, pero intensa historia en nuestro país. Y eso, por algunos pequeños y a la vez rotundos motivos. El primero de ellos es la regionalidad de la cepa.
Por cantidad de hectáreas, Casablanca (y también San Antonio) siguen siendo los grandes focos de chardonnay en Chile. Los suelos arcillosos de estos valles dan vinos de gran volumen. Más cuidado en el uso de la “malo” permiten que estos chardonnay tengan frescor y tensión ácida. Más al norte, sobre los suelos calcáreos de Limarí, el chardonnay parece brillar. De hecho, muchos de los mejores ejemplos de la cepa hoy en Chile nacen sobre esos suelos, pero también moderados por las brisas marinas en esa zona nortina.
Por otra parte, los productores más adelantados le han perdido el miedo a la maloláctica, porque saben que eso –más que gusto a mantequilla– lo que ofrece es suavidad en textura. Lo demás lo pone una cosecha temprana, pero sobre todo un suelo y un clima indicado para la cepa, que es burguiñona, que le gusta el frío y los suelos de cal.
Y sí, los tiempos han cambiando para el chardonnay y para los bebedores de chardonnay en Chile. Los mejores han dejado el tostado de la madera y los aromas amantequillados de la maloláctica para ofrecer sabores frutales y frescor, pero sin abandonar su lado varietal, su alcurnia de la cepa que, no por nada, se le conoce como la reina de las uvas blancas. Borgoña está ahí para quien quiera dudarlo.