“El elixir de amor” no es obra que plantee grandes complejidades orquestales. Sin embargo, el éxito de su representación depende del director de orquesta en grado determinante. Él es quien debe asegurar que el conjunto se mantenga siempre vivaz y brillante en los pasajes inspirados en el legado rossiniano que deben mover a sonrisa, en equilibrio con aquellos otros plenos del romanticismo de 1832 —año, por ejemplo, de los Estudios del Opus 10 de Chopin, cabría recordar.
El maestro Antonello Allemandi confirma aquí su exacto dominio del lenguaje donizettiano, que ya en 2011 mostró entre nosotros con su celebrado “Don Pasquale”. En el conjunto son infalibles sus sabios balances entre lo simpáticamente buffo, principalmente encomendado a la dupla barítono ligero-barítono bajo, con la ternura de lo casi serio en muchos pasajes de la pareja tenor-soprano. Sus tempi son todo lo versátiles que demanda una trama que debe fluctuar entre la sonrisa y lo sentimental. La Filarmónica de Santiago refleja sus intenciones como si fuera un solo instrumento, y hay un excelente trabajo del coro, bastante requerido en los concertados donizettianos.
Si bien inicialmente se anunció una nueva producción a cargo de Fabio Sparvoli, finalmente se repuso la de Filippo Crivelli presentada en 1991, 1996 y 2002. Las reposiciones, necesarias en todos los teatros por restricciones presupuestarias, son bienvenidas cuando ofrecen propuestas exitosas. Ciertamente, está el temor a priori de que se haya perdido la frescura inicial, pero este “Elixir…” mantiene plenamente su vigencia.
El excelente trabajo de reposición a cargo de Rodrigo Navarrete entrega una régie fuertemente ágil y entretenida. Hay diversos elementos atractivos, como la notable caracterización de Dulcamara —con acertado vestuario y acompañado de un “Mini mi”—, y cierto grado de interacción entre director y solistas —Allemandi hace un guiño a Wagner con un par de acordes de “Tristán…”—, y entre estos últimos y la audiencia al final de la obra. La escenografía (Ramón López y Germán Droghetti), limpia y tradicional, simple y campestre, de grata estética y soleado colorido, está bien complementada por un excelente trabajo de iluminación y vestuario.
En cuanto a extensión, volumen, tesitura, el cuarteto de solistas protagónicos no enfrenta en esta partitura los escollos vocales excepcionales que abundan en otras de Donizetti y demás belcantistas. En cambio, de principio a fin deben desempeñarse con invariable grazia, lo que se logró a cabalidad y fue fuertemente retribuido por risas y aplausos de la audiencia.
Mención especial a la entrega actoral del joven (y debutante) tenor coreano Ji-Min Park. Refleja plenamente lo infantil, ingenuo y simple de Nemorino. Ovacionado en la famosa romanza “Una furtiva lagrima”, con buen volumen, mostró un cuidadoso trabajo de matices e inflexiones propias del canto di grazia. Debería procurar mantenerse dentro de ciertos límites en cuanto a los efectos y acentos cargados, que tendió a usar en su escena de borracho.
Muy completa la Adina de la soprano estadounidense Jennifer Black, de voz brillante, excelente proyección, especialmente en el tercio agudo, y correcta actuación. El punto más alto fue el Dulcamara del experimentado barítono italiano Pietro Spagnoli: impecable fraseo, agilidad vocal, justo y controlado uso del parlando, y un soberbio manejo del rol en lo vocal y actoral. Muy bien, igualmente, el Belcore del barítono finés Arttu Kataja, quien además de un correcto trabajo vocal, por su gran presencia escénica resulta muy adecuado para el rol. La chilena Andrea Betancourt fue una estupenda Gianneta. Tiene mucha facilidad actoral y despierta especial empatía con el público.
En suma, con un título alegre, una gran dirección orquestal desde el foso y un excelente trabajo escénico, se cierra exitosamente la Temporada Lírica 2013 del Teatro Municipal de Santiago.