De un tiempo a esta parte, el empresariado y la derecha vienen quejándose de la judicialización y del activismo de nuestros tribunales.? ¿Debemos lamentarnos del nuevo fenómeno, o darle la bienvenida? Si habremos de quejarnos, ¿contra quién debemos dirigir los lamentos?
Los empresarios tienen razón en reconocer una nueva tendencia que cambia la forma y el orden de la convivencia.
Lo que hasta ayer se resolvía al interior de familias, gremios, clubes, partidos políticos, superintendencias, ministerios o por el Legislativo, revienta hoy en el escritorio de los jueces. Allí se ha ido decidiendo el problema moral más relevante de nuestra historia reciente, sin que el legislador haya sido capaz de decidir si valida o no y cómo debiera interpretarse el decreto ley de amnistía. En despachos judiciales cayó ya una candidatura a la presidencia, y ahora se juega el futuro de otra. En esos mismos estrados se resuelve si una madre lesbiana puede o no cuidar a sus hijos, si tenemos o no el derecho a ver películas que ofendían a algunos católicos, el largo de pelo y tatuajes tolerables en un colegio, y ahora se resolverá la ponderación de las notas de enseñanza media en el ingreso universitario.
El costo de la salud queda determinado por sentencias judiciales, al igual que las primas de las isapres, y, lo que tiene especialmente inquietos a los empresarios, allí se decide qué proyectos son tolerables para el medio ambiente.
Así, el Poder Judicial ya no solo aplica el orden que la política resuelve, sino que, en parte, lo establece. ¿Es para quejarse? Que el poder político quede sujeto al derecho es un componente esencial de todo Estado de Derecho democrático, por lo que nadie debiera lamentar la existencia de un Poder Judicial vigoroso que acomete la tarea que toda democracia le demanda. Hasta allí, todo bien. El problema no es de judicialización, sino la incerteza. Los empresarios, y, desde luego, no solo ellos, debieran saber que de atenerse a las reglas, sus proyectos debieran aprobarse. La claridad y la precisión son una de las grandes virtudes del derecho, pues nos permiten prever los efectos de nuestras conductas. Esa previsibilidad —decía Montesquieu, el padre de nuestra institucionalidad democrática— es lo que permite distinguir las democracias de las tiranías.
La queja entonces debe dirigirse no al Poder Judicial, que tiene poca responsabilidad en el nuevo fenómeno, sino al poder político, el que, paralizado como está, por temor a las mayorías, viene hace tiempo haciendo como que resuelve sin resolver nada, prescribiendo principios o vaguedades, en vez de resolver con reglas. ¿Cómo no va a judicializarse la cuestión medioambiental si el legislador, en vez de zonificar y decidir, establece, en defensa del medio ambiente, normas vagas, como que las medidas de mitigación y compensación deben ser “apropiadas”? ¿Cómo no va a judicializarse el Convenio 169, en ausencia de un Reglamento del Ejecutivo que lo detalle? ¿Cómo no va a judicializarse la cuestión de la ponderación de las notas de enseñanza media si el único estándar para medir su juridicidad es que las medidas no sean “arbitrarias”.?
Es la política, paralizada entre el binominal y su desprestigio, la responsable de la judicialización. De esto no debieran quejarse solo los empresarios, sino particularmente los demócratas. Casi toda decisión judicial en estos campos es una menos para la política, una menos para la deliberación pública, una menos para las mayorías. La paradoja es que la izquierda planea ahora una Constitución más plagada de principios básicos y con hartos recursos a los jueces, con lo cual no haría sino debilitar aun más la democracia.
A los jueces cabe exigirles que, aun en esta maraña de vaguedades legislativas, sigan resolviendo conforme a derecho; que razonen y funden en estos principios sus decisiones, sin dar razones políticas, como lo hizo quien juzgó a quienes se tomaron el Congreso. Solo una autoridad elegida, una que se volverá a someter a la voluntad popular, puede invocar la dirección de la historia o la voluntad de la gente. Si se equivoca, quedará sometido al juicio de sus electores. Un juez no tiene esa carga y, por ende, tampoco el privilegio de esgrimir esas razones. Si lo hace, se atribuye un poder intolerable en una sociedad de iguales.
No se puede disminuir la judicialización si no se refuerza la política. Solo una democracia en forma, con autoridades dotadas de suficiente autoridad, podrá esperar que los jueces no empleen otras razones que las del derecho.