A veinticinco años del plebiscito, el pasado sigue gravitando fuerte en la construcción del futuro. La mejor prueba la dio el Presidente con sus "cómplices pasivos" y el cierre del Penal Cordillera. Al precio de tensionar gravemente a la coalición con la cual gobierna y de dañar severamente la campaña de su continuadora, poniéndola en un escenario en que, simplemente, no puede desenvolverse, Piñera pudo por fin exponer su relato de una nueva derecha, un concepto que nunca agarró vuelo mientras estuvo asociado al de gobierno de eficiencia. Una vez más la política prueba cuánto tiene que ver con la identidad y con la épica.
Después de 25 años, los actores son casi los mismos, pero ya no quieren parecer los de antes. Quedan pocos votantes del Sí que no se declaren arrepentidos o que duden de las bondades de haber sido derrotados. Por su parte, una porción de los ganadores de entonces tampoco quiere reconocer la paternidad del país que edificaron a partir de ese triunfo.
Unos podrán alegrarse de este nuevo escenario, el que verán como una muestra de haber aprendido de los errores del pasado, como una sana renovación de la política. Los otros, como una historia de traición de quienes, abandonando sus posturas, se niegan a sí mismos en una pura voltereta acomodaticia.
La gente aprecia sutiles diferencias entre la coherencia y la consistencia, por una parte, y la porfía y el oportunismo, por las otras. Premia la primera como uno de los atributos que más prestigio puede traer a un político; las dos restantes suelen hundirlos.
Algunos, especialmente en la derecha, se exasperan con esto que motejan como un país capturado por su pasado y repiten que Chile sólo podrá liberarse de estas cuestiones cuando ya no viva la generación que tuvo que ver con el golpe y con la dictadura. Tendrán que seguir esperando probablemente más tiempo del que imaginan, pues la juventud se ha mostrado especialmente receptiva a impresionarse con lo que ocurrió hace 40 años; quiere saber, pregunta y juzga a todo adulto que vivió en la época por su conducta de entonces. Pero, además y sobre todo, porque las condiciones que ellos mismos pusieron y defienden para la competencia política no alientan la renovación y menos la aparición de nuevos partidos que cambien la agenda.
La presión por renovación en política es y seguirá siendo creciente en medio del desgaste de su prestigio. Los buenos políticos sienten esa sensación en la calle y actúan en consecuencia. Pero la política difícilmente se renueva con los mismos de siempre. De la crisis de 1924 no salimos hasta 1932 con un nuevo panorama partidario.
Con las actuales reglas de la competencia electoral y con la vigente ley de partidos, la renovación de la política es una quimera. Los esfuerzos de Andrés Velasco, de Evópoli, de Revolución Democrática o de ME-O y su queja contra el duopolio, son por ahora manifestaciones del malestar, síntomas de la enfermedad, más que caminos eficaces de remedio.
La existencia de nueve candidatos a la presidencia refleja más la falta de otros espacios que una auténtica renovación política. De paso, da cuenta hasta qué punto la cosa puede explotar, no hoy pero sí mañana, por el lado de aventuras personalistas en vez de hacerlo a través de proyectos colectivos e institucionales.
Tampoco saldremos del problema con medidas de parche, como el límite a la reelección parlamentaria, que restringen, en vez de acrecentar la libertad de los electores.
Todos quieren llamarse nuevos, pero es difícil que se funde una nueva derecha e improbable que la mayoría de Bachelet sea de verdad nueva, en medio de las leyes que hoy rigen la política. Los sueños de renovación política habrán de seguir en la lista de espera mientras no haya un cambio en las reglas del juego de la competencia parlamentaria.