Las constituciones son formas generosas que admiten alojar cualquier contenido. En la suya, Estados Unidos prohibió una vez transportar bebidas alcohólicas. La chilena de 1823 llegó a estipular sobre los hábitos y hasta los placeres del buen ciudadano. El artículo 2° de la que nos rige declara que el himno nacional es uno de los emblemas de Chile.
En la medida que se abre paso, la consigna de una nueva Constitución, varios especialistas andan como aquellos ganadores de concursos de antaño, a quienes se les proporcionaban carros de supermercados para que pudieran llevarse gratis lo que alcanzaran a meter adentro en un límite de tiempo. El desafío estaba en escoger los productos más valiosos. De ocurrirnos ahora con el contenido de una Constitución, hay que saber escoger de lo bueno y solo ingresar a ella lo más valioso.
Las constituciones típicamente tienen dos partes. La una, que organiza el poder, responde a la pregunta de quiénes pueden tenerlo y cómo se pueden tomar decisiones colectivas obligatorias. Si la Constitución es democrática, su premisa debe ser que todos nacemos libres e iguales y su necesaria conclusión es que una persona solo puede mandar legítimamente a otra si es que esta le ha dado un mandato. La representación es la divisa de la legitimidad del poder entre iguales.
La Constitución del 80 fue hija del miedo de unos chilenos a otros, pero no llegó a descartar el sufragio universal. Lo consagró con dudas, pero el miedo la llevó a ser excluyente de otros tres modos: Primero prohibió a los marxistas ocupar cargos de gobierno. Esto duró poco. Luego, en lo que parcialmente sobrevive, excluyó no pocas materias de la decisión de la mayoría: Quórums supramayoritarios, presupuestos reservados y materias entregadas a la decisión de órganos distintos del Congreso fueron, y siguen siendo, en parte, la fórmula para excluir a las mayorías de lo que importa. El tercer modo de excluir es que los votos no valgan iguales. La representación de artificiosos pedazos de territorios y no de personas y el binominal definen un sistema electoral en que los chilenos no pesan lo mismo y en que su elección tampoco resulta muy decisiva.
Si de verdad queremos una Constitución democrática en su parte orgánica, el meollo consiste en lograr que no sea excluyente, sino fiel a la igualdad que proclama, haciendo que las elecciones representen e importen.
El otro contenido clásico de una Carta Fundamental es el de los derechos. Aquí el debate cae en el espejismo del lenguaje. Las constituciones no aseguran los derechos que declaran. Que la Constitución proclame el derecho a una justa retribución no ayuda un ápice a subir los sueldos. La necesaria mayor igualdad no se alcanzará con proclamas, sino con acertadas políticas públicas y minuciosas reglamentaciones. Lo que, en cambio, hacen las constituciones eficazmente es limitar el ejercicio del poder; evitar que el Estado sobrepase ciertos límites, y, a través de ello, sí colaboran al goce de los derechos y libertades.
En materia de derechos, la Constitución del 80 también fue hija del miedo; y por ello empleó la carta de derechos para instaurar un modelo. Los constitucionalistas de izquierda se preparan ahora para devolver la mano y afilan sus lápices para que la Constitución asegure uno diverso y de su gusto.
Por mi parte, sugiero que las constituciones debieran dejar la definición de los modelos a las mayorías y no pretender clavar la rueda de la fortuna. Mientras en el país no haya un consenso estable acerca del modelo, asegurar uno constitucionalmente es antidemocrático. La función de los derechos en una Carta democrática no es el de imponer modelos a las mayorías, sino el de garantizar que los diversos proyectos puedan competir abiertamente y con igualdad, y luego gobernar temporalmente, y solo mientras mantengan adhesión mayoritaria.
Con eso basta. De paso, si dejamos lo demás a la deliberación y al voto de las mayorías, en una de esas logramos una Constitución no excluyente, que todos valoremos.