Imágenes inéditas de la represión de hace 40 años les ganan en rating a las teleseries. El país se sumerge, una vez más, a sorprenderse y a reconocerse en sucesos en que chilenos que llevaban vidas corrientes perdieron la razón y el juicio. El interés periodístico arrastra a todos los medios, y por allí esta historia o la otra enciende nuevamente la pradera.
Por ahora, la más enfocada es la de Cheyre, que tiene peculiaridades inéditas en este largo e incremental proceso de condena pública a las violaciones a los derechos humanos, pues el juicio moral acerca de sus actos de hace 40 años resulta complejo, y nos lleva a disquisiciones finas acerca de la exigibilidad de otra conducta en ellos, incluyendo el ingrediente del respeto que debemos a la conciencia de cada uno ante problemas morales debatibles. También resulta inédito que el cuestionado sea esta vez alguien que ha hecho pedir perdón al Ejército y que se ha atrevido a conversar sobre lo ocurrido, cara a cara, y en televisión directa.
No es primera vez que el país se zambulle en el lado oscuro del pasado: Lo hizo frente a los hornos de Lonquén; cuando quemaron a Rodrigo Rojas De Negri y a Carmen Gloria Quintana; cuando circulaba clandestinamente "Los Zarpazos del Puma", el libro de Patricia Verdugo; ante la muerte de Jarlan; con la lectura del informe Rettig; con el encarcelamiento de Contreras o con la detención de Pinochet en Londres. Estos y otro puñado de hechos, cada uno con sus bemoles e intensidad, han tenido la virtud de sumir al país en momentos de profunda y descarnada conciencia.
Cada una de estas oleadas ha tenido su impacto en las cuotas de verdad y de justicia alcanzadas. La frase de Aylwin de "toda la verdad y la justicia en la medida de lo posible", criticada e ironizada por algunos, se yergue ahora como una sabia estrategia, que ha permitido que cada vez, más verdad y más justicia sean posibles, en razón del impacto que algunas de esas verdades han tenido en la opinión pública. El proceso así, incremental, se ha dado con una intensidad y a una velocidad que el país ha podido absorber, sin rechazarlo nunca como excesivo o ilegítimo. No es la experiencia de otros países.
Cada una de esas oleadas puede también vincularse causalmente con procesos de cambios institucionales y culturales que han terminado por convertir a la democracia a instituciones que estaban intensamente capturadas por la lógica de los enemigos y de la violencia.
Este, creo yo, es el triunfo principal de la causa de derechos humanos. No se trata de la derrota del proyecto de Pinochet, aunque sí de observar la soledad en que se halla hoy su figura, aun cuando ella sea, a la vez, la del político más eficaz en transformar la economía y el orden social en el siglo XX. Y si nadie quiere asociarse a su figura, no es porque todos repudien o renieguen de los cambios que Pinochet lideró, sino porque se impuso la moraleja de que la fama y la gloria no acompañan los logros políticos alcanzados a punta de violencia.
Es la lección que queda acerca del costo de violar los derechos humanos y el antídoto más eficaz para que nadie quiera intentar nuevamente alcanzar su utopía por cualquier medio o a cualquier costo.
Las oleadas de pasado que nos invaden, aunque persistentes, son fugaces. Siempre tiene un límite la capacidad colectiva de compadecerse del dolor. Pero esta nueva mirada al lado oscuro de nuestro espejo, como las anteriores, también dejará su impronta.
Ahora que el país habla de refundarse, de poner en cuestión y en tensión las formas de nuestra convivencia, sea bienvenida esta nueva e intensa oleada de pasado y el repudio que ella trae a los momentos en que algunos chilenos, en nombre de una patria nueva, perdieron su dignidad atentando contra la de otros. Estos momentos, más que cualquier clase de historia o de educación cívica, van reforzando el valor que tienen las formas para lograr el respeto y la consideración de cada uno en la forja de la obra colectiva.