Ha tenido mala suerte la derecha, no puede ser calificado de otro modo que a un sector se le caigan dos candidatos que llevan en él la delantera. Semanas para olvidar, dijo el Presidente, pero ya todo parece irse normalizando. A menos que RN lograra levantar un candidato, cosa que no se improvisa, los más dolidos de entre sus filas sólo podrán mascar el freno y maldecir las riendas que, con la precisión y frialdad de un buen cirujano, les ha calzado su socio.
Otra cosa es que la derecha pueda ganar la elección presidencial de noviembre, lo que nunca ha sido probable, ni antes ni después de los infortunios que padecieron sus candidatos.
Todo indica que la derecha no podrá permanecer en La Moneda, a la que no llegaba por vías legítimas desde hace 50 años, y que este Gobierno será un paréntesis, como temió y trató de evitar desde un comienzo. La derecha suele también explicarse esto como una mala suerte y, de ser así, ese sector sí que tendría razones para blasfemar del designio de los dioses.
Adjudican a un infortunio que la Concertación tenga una figura popular e incombustible como Michelle Bachelet, sin preguntarse demasiado acerca de qué hace popular su liderazgo, en estos tiempos de alta exigencia a la política.
En último caso, se consuelan diciendo que éste es un país izquierdista; como si las encuestas no indicaran cada vez menos apego ideológico de los potenciales electores, y como si esas tendencias lo fueran al margen de lo que ocurra en la contienda política. Chile sería izquierdista como una característica permanente e inmutable. Para un derechista que mira las cosas así, hay razones para quejarse de la mala fortuna, pues en esas condiciones solo se puede llegar a La Moneda con una configuración tan perfecta e improbable de los astros como la que se dio en la elección de Piñera, en la que sus contrincantes se habían ganado el repudio popular, por hastío y pérdida de autoconfianza y andaban desorientados pidiendo perdón por lo que habían hecho en los años de gobierno.
Asumiendo esta "mala suerte", la derecha, cuando tuvo todas las riendas del poder, se autoadjudicó varias bonificaciones políticas para inclinar la cancha a su favor. Mantuvo a los militares como árbitros supremos de la contienda política, sumó senadores no provenientes del mandato popular, se autoasignó el resguardo de producir empate en el Congreso, ganara o perdiera las elecciones, a menos que lo hiciera por diferencia estrepitosa, y se aseguró, por último que las mayorías simples no pudieran alterar las políticas públicas más importantes, las que agrupó en leyes orgánico constitucionales.
Los dos primeros enclaves o cerrojos ya se cayeron, el tercero se encuentra a mal traer y el cuarto resiste fuego cruzado.
La pregunta esencial que la derecha podría hacerse es si el temor a no conquistar la adhesión de la mayoría es fruto, o si también es causa, de su mala suerte.
Hacer política requiere de fe y de autoconfianza. Debe ser harto difícil decir y hacer como que se la tiene, cuando al mismo tiempo se insiste en mantener resguardos injustos e injustificables en contra de la voluntad mayoritaria.
La derecha chilena admira a Churchill, a la Thatcher y a Reagan y sus líderes piensan en emularlos, pero olvidan que todos ellos se la jugaron por la adhesión popular en canchas parejas y en descampado, y que ninguno de ellos entró a competir electoralmente con los resguardos con que lo hace la derecha chilena.
Amarrarle la pata al otro corredor debe de ser un pésimo incentivo para hacer un buen tiempo en la propia carrera.
Es posible que la derecha deje de tener esa vocación de minoría y salga de la profecía autocumplida del Chile izquierdista sólo cuando haga antes un acto de fe en la democracia.