Una de las más viejas lecciones de la historia política del siglo XX chileno es la siguiente: para ganar, hay que seducir al centro.
En efecto, desde 1932, solo en dos ocasiones ganó un candidato de derecha o de izquierda: el año 1958 la derecha con Alessandri y el año 1970 la izquierda con Allende. El resto fueron presidentes de centro aliados a veces con la izquierda (Aguirre Cerda, Ríos, González); otras con la derecha (Alessandri Palma, Frei); y en una ocasión con ambas (Ibáñez). Esa fue la lección de cuarenta años de historia política del siglo XX. No muy distinta es la situación en lo que va del XXI.
Si la historia sirve para predecir el futuro, no cabe dudas: ganará la próxima elección quien se haga del centro.
El único problema consiste en saber dónde está.
Para saberlo, hay que despejar un equívoco. En el siglo XX se llamó centro a la tercera vía, es decir, a aquella opción ideológica que permitía eludir los extremos del capitalismo y el socialismo. En el caso de Chile esa opción ideológica de tercera vía -a la que por eso solió situársela en el centro- fue primero el radicalismo y luego la Decé. Con ese pretexto ideológico ambos lograron interpretar los intereses y las expectativas de sectores sociales ascendentes, aquellos grupos que la lenta modernización iba poco a poco incorporando al consumo y a la participación. Esos sectores sociales ascendidos eran la clase media surgida al amparo de la expansión estatal, sectores campesinos sindicalizados y los trabajadores cuya identidad simbólica (el cuello blanco) les impedía identificarse con el proletariado.
Hoy día el centro es ideológica y socialmente distinto.
Desde el punto de vista ideológico, hoy no existe la tercera vía. Hay una sola: el capitalismo con diversos rostros. Desde el punto de vista social, por su parte, los sectores ascendidos no cuentan con un solo tipo de intereses (los que alguna vez se llamaron intereses de clase), sino con intereses múltiples. La expansión del consumo y de las comunicaciones ha incrementado la multiplicidad de intereses entre la gente.
El resultado es que ya no hay un centro, sino muchos.
Se encuentra, desde luego, un amplio grupo de personas plenamente integradas a la modernización, que poseen mayor capital cultural relativo, anhelos de autonomía y son críticos de las élites más tradicionales. Este grupo integra la mayor parte de la votación que recibió Velasco.
Junto a ellos están quienes han experimentado una gran movilidad intergeneracional, se han beneficiado de la expansión del consumo y visto cómo se borran los signos externos de estatus. Este grupo vive en una mezcla de expectativas y de frustración. La movilidad que han experimentado los hace abrigar esperanzas en el futuro; pero se incorporaron a la modernización cuando los bienes que ellos siempre anhelaron (en especial la educación) son de masas y han perdido valor. Los cambios en la cultura (donde antes encontraban parámetros firmes) los abruman. Y por todo eso se frustran. Este grupo siente atada su suerte a la modernización capitalista, pero al mismo tiempo le teme. Aquí se encuentra la mayor parte de los votantes de Bachelet.
Y también está ese grupo más tradicional que recuerda con nostalgia el Chile que el mercado dejó atrás: el Estado de bienestar que nunca fue, la educación de calidad pero excluyente, las virtudes de la antigua clase media. Todo lo que el mall arrasó.
Esos nuevos centros, los sectores sociales que han probado el fruto de la modernización, amenazan la tradicional ligazón entre clase y preferencia política. De ahí que los dos candidatos más exitosos, Bachelet y Velasco (el caudaloso río y la pequeña acequia) coincidan en una cosa: en desentenderse de los partidos a la hora de solicitar la confianza de los ciudadanos.
Bachelet, sin embargo, corre el peligro de ver en esos grupos solo a opositores a la modernización capitalista, críticos radicales que quieren cambiarlo todo. Algo así sería hacer política a partir de una falacia de composición: creer que la calle (la parte) es igual a la sociedad entera (el todo). A esa falacia puede arrastrarla un grupo, distinto a los anteriores, escaso pero influyente. Personas que viven en medio de una inconsistencia: tienen más capital cultural que económico. Son trabajadores de la industria cultural, profesores universitarios, gimnastas de la reflexión.
Hay que oír también a este grupo, por supuesto.
Pero después de oírlo Bachelet debería recordar la frase que Franco dirigió a un ministro que quiso convencerlo de seguir los consejos de Ortega y Gasset: "Escúcheme, le dijo, ¡nunca se fíe de los intelectuales!".