Un día, en un taller para periodistas, en una ciudad de América Latina, pedí a quienes asistían que pergeñaran un texto corto bajo el título "Instrucciones para escribir". Las instrucciones debían ir dirigidas a periodistas novatos, más jóvenes que ellos. Traducido: les pedí que hicieran lo que yo no creo que deba hacerse: dar instrucciones precisas; imponer a otros el método que a uno le sienta bien. Lo hice para probar cuestiones que ahora no vienen al caso y, también, para ver si a alguno se le ocurría, simplemente, contravenir la consigna y escribir lo que me sigue pareciendo más sensato: "La única instrucción posible es que no hay instrucción". Pero no hubo sorpresas. Todos, con mayor o menor grado de candidez y de calidad, escribieron instrucciones a veces ingeniosas, a menudo épicas, siempre pretenciosas. De todos modos, eso no importa. Importa que ayer, acomodando papeles, encontré uno de esos trabajos. El texto, escrito bajo la forma de un decálogo, decía, entre otras cosas: "Si no puedes dar con un buen arranque para tu crónica... púdrete. Si no puedes dar con el tono preciso para tu crónica... púdrete". Y seguía así hasta terminar con esta frase: "Si no puedes escribir bien... púdrete". Y me pregunté lo mismo que, supongo, debo haberme preguntado la primera vez que lo leí: por qué una persona elige, de la enorme cantidad de cosas que podría decirle a un colega novato, esa: "Púdrete".
Conozco varias historias tremebundas de periodistas vapuleados (a veces al punto del trauma) por editores -o profesores- que les han dicho cosas horribles acerca de sus trabajos. Me atrevería a presumir que esos mismos editores -y profesores- condenarían encendidamente a un padre que le dijera a su hijo "Sos un imbécil", o "Pedazo de inútil", o "No servís para nada". Me atrevería a decir, también, que esa relación de maltrato parece, a veces, aceptada y hasta celebrada por algunos de esos periodistas vapuleados (que a su vez, seguramente, condenarían a un padre que le dijera, a su hijo, "Sos un imbécil", etcétera), quizás porque están convencidos de que aquella frase -la letra con sangre entra- es encomiable y veraz. Yo solo diré lo que creo: que lo único que ese tipo de trato produce en la psiquis de una persona es daño. El peor de todos, el hijo deforme de la perversión: el daño ejercido desde el poder. Eso, en mi diccionario, es el equivalente doméstico del terrorismo de Estado. Moby Dick reventando de un mordiscón el cráneo de un recién nacido.
En mayo pasado estuve en la Fundación Tomás Eloy Martínez, de Buenos Aires, asistiendo a la presentación del libro El oro y la oscuridad, del periodista colombiano Alberto Salcedo Ramos, que el sello Los libros del náufrago publicó en Argentina (así como Lolita editores lo hizo en Chile). El lugar estaba repleto, sobre todo de periodistas jóvenes. Hacia el final del encuentro, uno de ellos le preguntó a Alberto Salcedo Ramos cómo se hacía para vivir de escribir crónicas: cómo se hacía económicamente para vivir de escribir crónicas. Y Alberto Salcedo Ramos, que ganó cinco veces el premio de periodismo Simón Bolívar (además del premio Rey de España y el Ortega y Gasset, entre otros); que es autor de un libro llamado La eterna parranda que fue un suceso en su país; que publica desde hace más de dos décadas en las mejores revistas de América Latina; que ha sido maestro de muchos talleres de la Fundación Nuevo Periodismo Latinoamericano, respondió: "Mira, hermano, cuando los muchachos como tú me hacen esa pregunta yo respondo siempre lo mismo. Cuando me preguntan "¿Dónde está el dinero?", yo pregunto "¿Dónde está tu crónica?". Alberto Salcedo Ramos no dijo "Escribe algo decente y ya verás cómo consigues que te paguen, imbécil"; no dijo "Si tienes que preguntar eso es porque nunca te ganarás la vida escribiendo crónicas, estúpido". Dijo "trabajen". Dijo "escriban". Dijo lo más generoso que alguien como él puede decirle a otra persona: dijo "Si yo lo hice, ustedes también pueden hacerlo".
Estaba pensando en esas cosas cuando, de pronto, recordé otro papel que no puedo encontrar, pero que sé que atesoro en algún sitio (y "atesorar" es la palabra). Una noche, hace ya dos o tres años, fui a un encuentro con estudiantes de Periodismo de una institución llamada TEA (Taller Escuela Agencia), en Buenos Aires. Al terminar la charla se acercó una mujer de unos 50 años y me hizo señas, indicando que quería decirme algo. Me aparté del grupo en el que estaba y le pregunté cómo podía ayudarla. Ella me entregó un papel doblado en cuatro partes y me dijo: "Tome, pero no lo abra hasta llegar a su casa". No recuerdo las palabras exactas, pero sí que hizo mucho hincapié en que era importantísimo que no mirara el papel antes de llegar a mi casa. Le aseguré que así sería, y la mujer se fue. Era rubia, parecía completamente cuerda y, también, completamente pobre. Esa noche, carcomida por la curiosidad y a pesar de sentir que hacía algo terriblemente incorrecto, desplegué el papel apenas subí a un taxi. Y allí, con letra redonda, infantil y clarísima, decía esto: "Señora Guerriero, yo quisiera ir a su taller porque a mí me cuesta mucho redactar". Había un nombre y un número de teléfono. ¿Qué es lo que hace falta para decirle, a alguien así, "Púdrete"? Estoy segura de que no es coraje.