Mucho tiene que ver el clima con lo que bebemos. También mucho tiene que ver nuestro estado de ánimo, la comida que está sobre la mesa, el país o la región en donde nos encontramos o la persona que tenemos en frente. Pero el clima es un factor fundamental.
Digamos, por ejemplo, que mientras leen esto llueve o hace mucho frío (cosas bastante probables, por lo demás...) y la idea de un pinot noir heladito no es precisamente apetecible, sino que más bien todo lo contrario. Vinos más golosos, más calóricos en el sentido de su madurez, del dulzor que encierra la fruta cosechada más tarde. Y también con más cuerpo. Más robustos y grandes.
Desde la vereda del gusto personal, ese tipo de vinos no termina de convencerme. Por muchos años, quizás desde mediados de los años 90 hasta hace casi nada, el ideal de calidad se movió desde la delicadeza a la fuerza; desde el frescor hacia la híper madurez.
Yo crecí, al menos en términos profesionales, bebiendo y también admirando esos vinos. Era lo que se suponía debía gustarme, lo que mis fuentes periodísticas (los enólogos, los sommeliers) consideraban como bueno. Así es que las moles a las que a veces llegamos, esos vinos que parecían mermeladas, sumidos en una extrema madurez y sobrepasados de aromas a madera nueva (y muy cara) eran el paradigma de la calidad.
Mi impresión hoy es que ya eso ha cambiado. Y aunque el tema de la madera y de su protagonismo en los aromas del vino es aún un tema pendiente, el panorama ya no es tan radical. El discurso de hacer vinos "más frescos" y "menos pasados a palo", sin embargo, ya había comenzado hace unos cinco años, pero con las recientes cosechas, especialmente las de 2010 y 2011 (dos años especialmente frescos) ese discurso se ha concretado y ahora ya es mucho más difícil encontrar los excesos del pasado.
El punto, claro, está en el equilibrio. Más allá de cuestiones personales, si los aromas del vino son excesivamente maderizados o si la acidez es demasiado alta o si el dulzor se lleva todo el protagonismo o los taninos (la astringencia) nos parten la lengua en pedacitos, eso quiere decir que el vino no tiene equilibrio. No hay un balance entre sus componentes. Y eso generalmente es considerado -salvo que les guste- como un problema.
Teniendo lo anterior en mente, pueden haber equilibrios "allá arriba" y equilibrios "allí abajo". ¿Qué quiero decir con esto? Si un vino es grande, tiene mucho de todo. Muchos taninos, mucha acidez, mucho cuerpo, mucha concentración. Vinos para beberlos con cordero crudo, para guardarlos por años y con el equilibrio "allá arriba".
Mientras tanto, vinos ligeros, con la cantidad justa de taninos y acidez, suaves y sutiles para beberlos por botellas y acompañar una cocina igualmente elegante, son aquellos que tienen el equilibrio "allí abajo". Son esos, además, los vinos a los que se aspira por estos días. Y desde Wikén los hemos promovido. Sin embargo, la delicia del vino, su alma, es la diversidad. Y, si por esas cosas de la vida, todo se volviera sutil y fresco, todo tuviera una acidez crujiente, nada de madera y solo fruta roja refrescante, tampoco sería bueno porque atentaría contra esa misma diversidad. ¿Es que acaso vivimos hoy ante la tiranía del frescor? Puede que sí, aunque no está de más cruzar los dedos para que el asunto no se vuelva un monopolio.
Así es que mientras afuera hace frío y dan ganas de un guiso de cordero o unas prietas con papas cocidas, estos son algunos de los clásicos vinos monolíticos chilenos para les echen un vistazo y vean si esa potencia les apetece.