Apenas hace dos días, la policía ingresó con violencia a la casa central de la Universidad de Chile. El rector acusó un vejamen; el ministro del Interior reclamó el derecho de la policía a ingresar si se cometía un delito flagrante.
¿Quién tiene la razón de su lado?
Para saberlo, es imprescindible un breve rodeo.
Lo que caracteriza a la institución universitaria (al margen de cuál sea su tamaño, su fortuna o su antigüedad) es la vocación intelectual, el ánimo de asomarse a la realidad de su tiempo y de su época con la lupa, por decirlo así, de la razón. La universidad es la única institución social que hace de la reflexión su deber fundamental. Por supuesto, la universidad hace muchas otras cosas (certifica las profesiones, enseña los hábitos básicos de la vida democrática, moviliza socialmente); pero hay una sola que si le falta, hace desaparecer a la universidad entera: se trata del diálogo reflexivo, la voluntad de que sean las mejores razones las que acaben primando. Incluso, cuando sus miembros creen que la razón no es más que un disfraz de otras cosas (del interés de clase, el afán de lucro o el simple deseo de dominio), no pueden dejar de esgrimir razones para sostenerlo. No cabe duda. Está en la misma índole de la universidad reconocer como única autoridad al discernimiento racional.
Todas las virtudes y los defectos de la institución universitaria provienen de esa característica fundamental que la anima.
El ánimo crítico y el frecuente desasosiego de profesores y estudiantes, y el hecho de que sea en las universidades donde primero se manifiestan las corrientes subterráneas que animan la vida social, se deben a eso. Si la universidad es la institución donde se ejercitan y transmiten las virtudes y las destrezas de la vida racional, ¿cómo extrañarse que sea en ella donde se detecten más pronto los defectos de la vida colectiva y donde las nuevas generaciones exijan a las más viejas ponerse a la altura de las expectativas que ellas mismas, en su momento, desataron?
Es también ese ánimo racional que caracteriza a la universidad el que explica y a la vez justifica su permanente demanda de autonomía. Este es un rasgo que las universidades han reclamado siempre: ser autónomas de la Iglesia en el medioevo, luego del emperador, más tarde del Estado, hoy de los empresarios. No es que las universidades sean enemigas de la Iglesia, el poder o el dinero. Es que son alérgicas (cuando son conscientes de sí mismas) a toda forma de servidumbre.
Pero, como tempranamente lo advirtió Kant, cuando las universidades reclaman autonomía, no lo hacen para que sus miembros adquieran franquía o licencia para hacer lo que les plazca. Lo hacen para someterse a las reglas del quehacer que justifica su existencia, y este es el ejercicio y cultivo de las virtudes de la racionalidad. Las sociedades han reconocido autonomía a las universidades para contar con una institución que les recuerde, cuando los avatares de la vida social arriesguen despilfarrarlo todo, que la racionalidad y el diálogo entre iguales puede ser un camino de salida. La autonomía de las universidades tiene pues un anverso y un reverso: el anverso es su independencia de todo poder que sea ajeno a sí mismo; el reverso es su sujeción a las virtudes y las reglas del diálogo racional, incluso en los peores momentos. El anverso impone al Estado, a la Iglesia y al dinero deberes de no interferir con su quehacer intelectual; el reverso impone a los miembros de la institución universitaria el deber de ejercer el trabajo intelectual y su capacidad crítica respecto de la sociedad entera, sin duda, pero sobre todo respecto de sí misma.
¿Tiene razón, entonces, el rector de la Universidad de Chile -la más antigua y mejor de nuestras universidades- cuando reclama por lo que ocurrió en la casa central esta semana?
Por supuesto. Tiene toda la razón.
Pero solo la tiene a condición de reconocer, con igual énfasis, que la autonomía de la universidad está amenazada no solo cuando la policía entra a sus edificios o el mercado a su administración, sino también cuando los alumnos ocupan sus sedes por la fuerza o con amenazas, haciendo imposible que ella cumpla el deber que justifica toda su existencia.