La idea es la siguiente. La diversidad del vino es tal, que no solo da para colores, cepas o regiones, todos factores que entregan sabores distintos. Sino que también, y especialmente, la diversidad camina por el lado del estilo, lo que el productor tiene en la cabeza y muestra a través de una botella, su idea del vino si lo prefieren.
En ese contexto, existe un tema que hace rato da vueltas: blancos como tintos. Así, tal como suena. Blancos que parecen tintos; blancos que -por estilo- se asemejan más a un tinto que a la idea que usualmente se relaciona con su color. Esto, en términos prácticos, tiene que ver con el cuerpo. Blancos con cuerpo, a veces hasta astringentes. Blancos, en el fondo, para seguir bebiendo en el otoño y el invierno, que nos den las calorías suficientes y que tengan la fuerza para, no sé, acompañar el asado. O casi.
Y con esta idea en mente es que me encuentro parado frente a un enorme fudre de raulí, dentro del cual se podría hacer una fiesta. El fudre es propiedad de don Omar, personaje notable del pequeño pueblo de Guariligüe, y está lleno de moscatel, una uva blanca que da vinos especialmente perfumados, como comer uvas rosadas.
Pero la gracia de ese moscatel -como muchos de la zona del Itata- no es solo su poder aromático, sino que también su cuerpo, fruto de la genética de la cepa y, además, del proceso de vinificación: se hacen como tintos, se fermentan con los hollejos, cosa que nunca un enólogo moderno haría. Y no lo haría porque a ellos les enseñan que el blanco debe ser ligero y refrescante, y todo ese amargor y astringencia que podrían entregar los hollejos está de más.
Don Omar me da a probar su moscatel en un pequeño vaso de vidrio. Claro, ese blanco es un monstruo, un cuerpo tremendo, un aroma maravilloso, pero en la boca parece un tinto. Es la tradición. Así eran antes los vinos blancos chilenos, al menos los del campo.
Esa tradición es la que trata de rescatar Viña De Martino para su vino Viejas Tinajas Moscatel de la cosecha 2012. Creo que ya les he hablado algo de este tinto (perdón, blanco) delicioso, de color levemente anaranjado, fruto del contacto del jugo con las pieles durante la fermentación, que además ocurrió en tinajas de greda, viejas, muy viejas. Para la escena chilena, este es un verdadero bicho raro. Algo turbio, muy perfumado, y en la boca una verdadera bomba de intensidad. Si me lo sirven con longanizas, diría feliz que sí.
El experimento de De Martino se basa, a su vez, en toda una corriente de blancos súper estructurados e inspirados en tradiciones casi olvidadas. Grandes nombres como Paolo Bea, en Umbría, o Gravner, en Friuli, han llegado a la cúspide del estilo. Blancos que se pueden guardar por décadas en la botella y sólo mejoran. Claro que para beberlos hay que abrir la cabeza y olvidarse, por un rato, del clásico sauvignon que uno bebe con el cebiche. Cuando el Viejas Tinajas llegue al mercado, en mayo, ya podrán ver las diferencias.
Pero ojo, estos ejemplos son radicalizaciones del estilo. En las estanterías locales ustedes pueden encontrar otros vinos que, si bien no han sido fermentados con sus pieles ni tienen un color que más bien rankea para rosado que para blanco, sí ofrecen un cuerpo inusualmente potente para su raza. Por ejemplo, un clásico como el Quinta Generación, de Casa Silva. Hasta la cosecha 2009, dominaba en este Quinta el cuerpo y los sabores del viognier y el chardonnay y eso le daba una textura gruesa, como para comer cerdo asado. La nueva versión de 2010, tiene un 50% de sauvignon (entre gris y blanc) y eso lo ha aligerado un poco, así es que si quieren probar uno de los pioneros del estilo "blancos como tintos" recurran a las cosechas anteriores, que están en el mercado. Y que solo han mejorado con los años.
En Chile, el viognier es clave en este estilo. Se trata de una cepa que no tiene una gran acidez, pero sí mucho cuerpo. En la piel, además de una potencia aromática enorme, también tiene mucha astringencia y, por lo tanto, amargor, así es que mal llevado, el viognier puede ser difícil de beber. Uno de los especialistas es la Viña Anakena que, con sus viñedos en Requínoa, en el Alto Cachapoal, logra sus mejores resultados. La cosecha 2011 del nuevo Single Vineyard Plot Lilén es la mejor a la fecha. Inesperadamente austero en aromas, lo que tiene de cuerpo es suficiente como para convertir al más recalcitrante de los amantes de los tintos "para masticar". Un blanco para bebedores de tintos, sin duda.
El viognier, en el Ródano que es de donde vienen los mejores ejemplos, también se suele acompañar de otras cepas de similar corte como el roussanne y el marsanne, cepas de texturas oleosas, muy lejos del nervio ácido de nuestros sauvignon. Cepas, que, en el fondo, son un reflejo del sol bajo el que maduran. En Chile, el mejor ejemplo es The Blend, de Errázuriz. Pongamos la versión 2012, por ejemplo. Con un 75% de roussanne y marsanne (y el resto de viognier) se trata de un blanco para golosos, de aromas y sabores dulces, pero con un esqueleto de taninos que nuevamente nos lleva a la parrilla, directo.
Otros vinos son más cuidadosos con estas cepas rudas, pero igual logran resultados carnosos como el Finis Terrae, de Cousiño Macul. Aquí la base es un 80% de chardonnay, más un 15% de riesling y el resto de viognier, pero igual se trata de un blanco que es casi tánico, que llena la boca de sabor. Un blanco recio que se instala en el paladar con toda su fuerza y carácter.
Blancos como tintos. No los olviden.