Las cosas cambian. Ayer nomás encender un cigarrillo no era una de las peores afrentas morales que podía cometer una persona y, alguna vez, tener prestigio no fue prestigioso. Al menos si vamos a confiar en lo que dice Wikipedia: "Originalmente, el prestigio refirió a la pomposidad, que fue tomada como muestra de mal gusto (...) la palabra tenía connotaciones absolutamente negativas". Me pregunto cuánto tiempo demoraremos en volver -por simple instinto de supervivencia- a esa idea desprestigiada del prestigio, ahora que el prestigio empieza a ser, para quien lo porta, una esclavitud o una amenaza.
Los músicos de rock han sido inteligentes: el de rock star es uno de los pocos empleos (habría que sumar el de funcionario público no sajón) al que la pérdida del prestigio le aumenta la cotización en bolsa. A casi todos los demás integrantes de la raza, sea cual fuere el oficio que practiquen, el prestigio, desde hace un tiempo, solo les sirve para calcular la altura desde la que podrían caer. Hay excepciones, claro. Si en 2005 el Daily Mirror publicó la foto de Kate Moss tomando cocaína, y varias firmas le cancelaron su contrato, a ella no le costó reponerse y volver al ruedo como un pánzer de pechos breves. Pero eso sucedió porque, como modelo, Kate Moss es lo más parecido a una estrella de rock que supimos conseguir. Para todos los demás, el prestigio, una vez roto, roto queda. Y no hay en estos tiempos nada que pueda pulverizarlo de forma tan aplastante como la escamosa filtración de lo privado en lo público. Supongo que eso siempre fue así, pero hoy lo privado encuentra formas muy eficaces de colarse en lo público y, además, aquel refrán abominable -"no solo hay que serlo, sino también parecerlo"-, está mutando, de refrán, en regla. Solo que, en una época en la que ciento cuarenta caracteres bastan para destrozar la vida de alguien, esa regla es una regla insostenible. Nadie puede ser probo todos los días de todos los meses de todos los años de toda su vida si permanece sometido al ojo hípervigilante de una jauría supratecnológica dispuesta a lincharlo gozosamente y, a la vez, desinteresada de la incidencia real que los hechos privados descubiertos pudieran tener sobre su vida pública. Así es como, bajo lentes de un aumento atroz, y en una misma salsa de sancocho, se mezclan, con más y menos injusticia, el golfista Tiger Woods (quien, en 2009, después de la revelación de una serie de infidelidades, perdió mujer y contratos); la viceministra de cultura de Costa Rica, Karina Bolaños (a quien, en 2012, la filtración de un video en el que se la ve en ropa interior diciéndole a un hombre que lo ama le costó el cargo y quizás el marido); la concejal del ayuntamiento español de Los Yébenes, Olvido Hormigos Carpio (a quien, en 2012, la difusión de un video en el que se la veía masturbándose la obligó a renunciar); el diseñador John Galliano (que, en 2011, fue grabado en un bar de París diciendo frases como "Amo a Hitler", lo que ocasionó su despido de la casa Dior y, casi, del mundo de los vivos) y, claro, David Petraeus, sobre quien, supongo, ya nadie necesita leer una sola línea más y a quien, también supongo, todo el mundo ha olvidado. La lista podría ser interminable. Algunos salen mejor parados, como Clinton salió de su becaria, o Maradona, que parece una máquina de resucitar. Pero eso solo lo vuelve todo más aterrador porque significa que el veredicto es arbitrario y que no depende de la inocencia del caído sino de su astucia para levantarse. Mientras tanto, las huestes moralizadoras se agolpan en torno al ídolo que, adorado hasta ayer, se revuelca en el piso con la nariz sangrante y cubierto de escupitajos. Como liebres encandiladas en estado de shock, algunas de esas personas conservan, todavía, un reflejo primitivo: salir a dar explicaciones. Así, en humillantes ruedas de prensa, piden perdón a sus esposas reconocen haberse portado mal con sus maridos, y envían incansables mensajes a sitios de internet para que dejen de reproducir aquel video infame. A veces, incluso, les resulta bien. Pero en un mundo en que el prestigio es algo que puede destruirse fácil, y cuya destrucción nos puede destruir, ¿querrá alguien -en su sano juicio- ser prestigioso dentro de cuarenta años? ¿A cuántas generaciones estamos de que el prestigio se transforme en un lastre que, en la carrera por la supervivencia, ya no se pueda cargar? Porque eso somos: cazadores recolectores adaptados para vivir en edificios de veintisiete pisos. Lo hicimos una y otra vez, lo vamos a seguir haciendo siempre: adaptarnos para sobrevivir.
Frank Báez es dominicano. Nació en 1978 y es autor, entre otras cosas, de "Postales", un libro de poemas entre los que hay uno, Maullido, que parafrasea, en dos versos de descaro feroz, el poema Alarido, de Allen Ginsberg, y dice: "No he visto las mejores mentes/ de mi generación y ni me interesa". Conocí a Frank Báez en octubre pasado, en la Feria del Libro de Monterrey, en México. Una noche conversábamos en la terraza de un hotel acerca de un hombre cuyo prestigio se había visto pulverizado en dos minutos y Frank Báez, desencantado o divertido o las dos cosas, dijo: "A mí no me importaría que me pasara, porque yo ya estoy completamente desprestigiado". Y, cuando Frank Báez dijo eso, yo sentí lo que siento con ciertas músicas, con ciertas páginas de ciertos libros, con las películas que me gustan mucho: ese satori que, por un segundo, hace que tenga una comprensión plácida y total de la existencia. Allí, en la terraza de ese hotel de Monterrey, entendí la majestuosa libertad que existe en la tierra en la que habitan los desprestigiados. En el fondo, es lo mismo de siempre: solo un hombre dispuesto a perderlo todo resulta invulnerable. Solo quien esté dispuesto a vivir sin que le importe la mirada de los otros -y a diseñarse una vida acorde a eso- será una máquina eficaz, un ser apto para la supervivencia.