Junto con alcanzar el gobierno, a la derecha se le ha hecho más esquivo el poder. Retrocedió en las municipales, puede ser doblada en algunos distritos parlamentarios y son pocas sus esperanzas en la próxima presidencial. Todo ello, a pesar de las auspiciosas cifras económicas y de desempleo.
Para explicar la paradoja, los ideológicos dicen que éste no es en verdad el gobierno de la derecha, sino el de Piñera. Los que se deleitan y exageran los aspectos sicológicos de la popularidad política creen, en cambio, encontrar toda la explicación en la personalidad del Presidente.
Es posible que la derecha padezca de fallas más estructurales. Se pueden reconocer si se constata que los principales problemas de este gobierno han surgido a la hora de enfrentar (mal) los movimientos sociales que tanto han debilitado su credibilidad y liderazgo; y también sus problemas con la judicialización de proyectos productivos, que activan la crítica de los empresarios, sus mejores aliados naturales. A la derecha no le cuesta reconocerse como víctima de estos dos fenómenos, pero se resiste a reconocer su alta cuota de responsabilidad en ellos.
La derecha se ha obstinado en ponerle frenos a la expresión y poder de las mayorías electorales; en debilitar la política, en hacerla menos competitiva y representativa. Más allá de sus discursos, su porfía en mantener el binominal y los quórums supramayoritarios, ha terminado por evitar la renovación política, causar la repulsa ciudadana y llevarnos a absurdos descomunales, como que vayamos a tener primarias para designar candidatos al Parlamento; en vez de que muchos compitan en listas más abiertas y plurales. El legítimo interés de participación ciudadana transforma a los partidos en organizadores de primarias y a las formas políticas en malos remedos de una república democrática.
Al haberse negado a abrir otros modos de participación política que las elecciones; al haberse resistido a que éstas sean más representativas, y al impedir que la mayoría mande en el Congreso, la derecha no puede quejarse, como víctima inocente, de que los movimientos sociales se manifiesten al margen de los canales institucionales, con las inevitables distorsiones democráticas que ello conlleva. Poco representada, como está en las instituciones deliberativas, no puede esperarse que la voluntad popular no se exprese en manifestaciones a las que no es ajena la fuerza. Quien esté en el gobierno debe enfrentar ese fenómeno y padecer las consecuencias.
Si, en cambio, los grupos sociales recurren a la justicia, la institucionalidad que más les abre sus puertas en igualdad de condiciones, entonces la derecha vuelve a poner el grito en el cielo, acusando que se está judicializando lo que debieran resolver la política y sus representantes. Los lamentos plañideros de los empresarios pueden tener más o menos razón, pero no contribuyen a la solución. Un sistema político débil, con escaso acceso y poca competencia, es inevitablemente un terreno fértil para la judicialización. Ésta es siempre la otra cara de una política débil.
La derecha llora entonces sobre la leche que no puede sino derramarse de un recipiente que resulta demasiado pobre para contenerla. Se lamenta de su cosecha, pero se niega a emparejar la cancha en que se siembra. La derecha podrá seguirse quejando de los movimientos sociales y de la judicialización. Lo que no puede es esperar que esos fenómenos amainen sin antes reforzar la representatividad democrática y ello no se logra con rarísimos remedos ineficaces, como los son sus proyectos de leyes políticas ya aprobadas o en discusión.
El Gobierno padece entonces los efectos de un viejo mal de la derecha. Es el mismo mal que la llevó a idear una democracia protegida; el mismo que ahora le hace temer el término de sus vestigios. Se trata, creo yo, de su viejo y visceral temor a la libre y soberana expresión de la voluntad popular. Sólo que, a esta altura de la modernidad y el desarrollo, los ciudadanos ya nos toleramos ser tratados como minusválidos.