Sobre las laderas de arcillas y cal de Bairrada, en las costas portuguesas, el productor Mario Sergio Nuno ha optado por un método ancestral para producir sus afamados tintos en Quinta das Bágeiras. Reaccionando ante la modernidad, ha vuelto a ocupar el lagar, el pisoneo a pies descalzos y la larga guarda en toneles de madera. El resultado es un vino tremendo, lleno de carácter. Un baga (la uva de la zona) que no se parece a nada más que a sí mismo.
Quinta das Bágeiras Garrafeira es un vino de culto, que no se encuentra ni todos los días ni tampoco en el supermercado de la esquina. Esa escasez unida a su personalidad lo han hecho ser un referente. Pero tintos como Bágeiras, en todo caso, se hacen en muchas partes del mundo. La técnica ancestral, que Mario Sergio ha tomado para interpretar una uva y un lugar, es una herencia de las primeras vinificaciones hechas por el hombre. Historia pura.
Ahora aterricemos el asunto. Y, por ejemplo, digamos que este Garrafeira se hiciera en Chile, con una uva autóctona, sobre las laderas del secano costero de, no sé, el Maule o el Itata. ¿Cómo creen ustedes que se llamaría ese vino? ¿Cómo lo venderían en las botillerías de la zona? La respuesta es simple: Quinta das Bágeiras sería nada menos que un pipeño.
Pero hablar de pipeño en Chile, como lo deben saber, no tiene ni un décimo del aura que el gran tinto de Nuno ostenta. No es buscado por los expertos ni es objeto de culto en ninguna parte, aunque su elaboración es más o menos la misma, con la diferencia de que la uva no es baga sino que es, por lo general, cepa país.
Los pipeños en Chile representan algo así como el escalafón más básico en nuestra escena enológica. Por arriba, muy por arriba de los pipeños, están incluso los vinos varietales de cepas más "nobles" (sea lo que sea que esa nobleza signifique), los mismos que en el supermercado se pueden conseguir a menos de $2.000 la botella y que uno lleva al asado. Hasta me atrevería a decir que el pipeño está quizás un escalón más abajo todavía que los vinos en tetra. Es decir, más básico no podría ser. Menos glamour no podría tener.
Pero las cosas no son tan negras para el pipeño. Hoy, lenta pero consistentemente, se vive una revalorización de nuestras tradiciones vínicas. Y una de ellas es la recuperación de este estilo de vinos por gente ligada a la industria y también por aventureros.
Uno de estos aventureros es el francés Louis-Antoine Luyt, que ya hemos citado varias veces en Wikén gracias a su redescubrimiento de la cepa país, un ingrediente fundamental en el pipeño. A medida que Luyt ha ido profundizando su estudio de la cepa, se ha dado cuenta de que una de las formas más simples y a la vez más certeras de vinificarlo y de extraer su personalidad, es a la antigua, como siempre se ha hecho. "Más que un vino, el pipeño es una forma de vinificación que se relaciona con los métodos tradicionales del campo chileno", dice Luyt.
Para ponerlo de forma simple, el pipeño es un vino hecho sólo de uvas, una suerte de exponente del ahora muy de moda movimiento de vinos naturales, que en Chile -en la forma de pipeños- se hace desde la época de la Conquista. La uva se pisonea a pies descalzos en lagares y luego se guarda en pipas (de ahí su nombre) por una determinada cantidad de tiempo. En todo caso, y como dice Luyt, la idea es obtener el jugo (y el vino) lo más rápido posible, por lo que es común que el pipeño esté listo para beberlo muy pronto, tras la cosecha.
Luyt tiene ya una generosa colección de vinos y, aunque se haya hecho relativamente conocido en el medio por su País de Quenehuao (vinificado por maceración carbónica, que es otro cuento) una buena parte de su portafolio son vinos pipeños, hechos con esa técnica de mínima intervención, sin levaduras exógenas, sin maderas nuevas, sin filtraciones, sin nada más que uva. Y la uva no siempre es país, aunque con ésta es cuando obtiene sus mejores resultados como, por ejemplo, con Huasa de Coronel, un país que hace junto al productor Raúl Pérez, en la zona de Coronel del Valle del Maule.
Para acercarse a los vinos de Luyt en general, y a este Coronel en particular, hay que rebelarse al formato de vinos modernos y acercarse con el paladar sin prejuicios porque aquí no vamos a encontrar dulzor ni gusto a madera, sino que más bien pura fruta roja, de rica acidez y gustos terrosos que hacen tan particular al país vinificado de esta manera.
Con el paladar sin prejuicios también hay que enfrentar Doce Generaciones, un nuevo proyecto que apela al argumento del peso cultural que tiene el pipeño en Chile, pero a su vez que también se centra en los beneficios para la salud que este tipo de vinos tendría.
El proyecto, financiado por la Fundación para la Innovación Agraria, FIA, descubrió que el pipeño hecho de uva país es al menos un 30% más rico en resveratrol, una molécula que ayuda a proteger nuestro organismo del daño causado por la edad o, en otras palabras, un antioxidante que retarda ese proceso de oxidación del cuerpo que también es conocido como "vejez".
El estudio descubrió que a más edad de las parras, más contenido en resveratrol tenían las uvas. El enólogo Rodrigo Moreno estuvo a cargo de vinificar esas uvas. "Trabajamos con cincuenta y nueve productores de la zona del Bíobío, todos con parras muy viejas. Y finalmente escogimos dos cuyos viñedos tienen una edad promedio de entre trescientos a trescientos cincuenta años. Con ellos hicimos la primera versión del Doce Generaciones 2012".
Esa edad de las parras, impresionante por donde se le mire, dio uvas que fueron vinificadas a la manera tradicional, con despalillado a mano y pisoneo de los granos a pie descalzo. El vino se crió en barricas bordolesas viejas por unos cinco meses antes de embotellarse.
"La idea fue vinificarlo con cuidado, rescatando el sistema tradicional, pero también quisimos subirle el pelo al pipeño. Por eso, además lo pusimos en una buena botella y con una etiqueta elegante", dice Romero de este vino que, si uno cierra los ojos y pasa del "packaging" moderno por el que se optó, se encuentra con un tinto de una adorable rusticidad, de textura firme, de sabores a frutas rojas secas y aromas terrosos por todas partes. El vino que uno quisiera con longanizas.
Por el momento, la primera versión de Doce Generaciones es apenas un saludo a la bandera con sus trescientas botellas, pero dependiendo del impacto que tenga, se espera que la próxima cosecha se hagan muchos más litros. "Tenemos el potencial para hacer cien mil", dice Romero de este proyecto que busca valorizar un vino que está conectado íntimamente con nuestra cultura, con los vinos que nos gustaba beber a todos antes de que a todos nos diera por la madera, por las cepas francesas y por el dulzor.